Dicen que cuando estás a punto de morir, tu vida entera pasa delante de tus ojos en forma de flashes. Siempre creí que eso era verdad, hasta que la muerte me rozó ansiosamente y, aunque no pudo llevarme con ella, comprobé por mí misma que lo que vuelves a ver antes de irte no es tu vida entera, sino los momentos más felices de ella.
En mi opinión, no se trata más que de una broma cruel del destino, al menos para los que logran sobrevivir; porque si pudieras volver a ver los momentos más nefastos en lugar de los más hermosos, al abrir los ojos agradecerías seguir con vida, porque sabrías que todo eso está en el pasado. Pero al ocurrir lo contrario, despiertas para descubrir que esos recuerdos felices son justamente eso: solo recuerdos. Minutos, horas, días, semanas y meses que nunca, jamás, regresarán.
Eso era lo que me ocurría cada vez que abría los ojos tras haber visto aquella luz blanca cegadora viniéndoseme encima, y entonces llegaba aquel dolor desmesurado que nada tenía que ver con huesos rotos o cirugías efectuadas para salvar mi vida. No. Porque mi vida no había necesitado ser salvada. Como recuerdo de aquel accidente trágico, solo me habían quedado unos pocos golpes que pronto dejaron de molestar, si bien estuve inconsciente por un par de días. Mejor dicho, me mantuvieron inconsciente por un par de días; porque, despierta, nadie era capaz de controlarme.
Fui la única sobreviviente. Las otras dos personas involucradas en el accidente fallecieron instantáneamente, y aquel fue el único «consuelo» (por decirlo de alguna manera) que pude rescatar de todo ese desastre, al menos en el caso de la persona que iba conmigo.
Fue la primera noticia que me dieron cuando desperté, no porque quisieran hacerlo, sino porque yo insistía e insistía preguntando por él, suplicando verlo. Pese a que al notar que intentaban contestarme con evasivas no necesité que me lo dijeran, de todos modos me lo dijeron. Nunca conseguiré sacarme de la cabeza la imagen de mamá con los ojos llenos de lágrimas, balbuceando esas pocas palabras dotadas del poder suficiente para destrozarme en mil pedazos que estuve segura de que jamás podría volver a unir. Después de eso, la única solución para detener mis gritos y el estado de desesperación y agresividad en el que entré, fue mantenerme constantemente sedada. Solo les interesaba que estuviera despierta para comer algo, cosa que me negué a hacer hasta que me amenazaron con recurrir a una sonda. El sabor amargo en mi boca convertía a la ya de por sí desabrida comida de hospital en algo que terminaba revolviéndome el estómago y hasta haciéndome vomitar.
Durante uno de esos momentos en los que estaba despierta pero mantenía los ojos cerrados para que nadie viniera a molestarme, evaluarme y toquetearme, oí que la puerta de la habitación se abría y una enfermera le hablaba a mi madre.
—Señora Walker, tenemos este reloj que pertenecía al chico que viajaba con su hija el día del accidente. Su familia olvidó llevárselo. Ya los contactamos para avisarles, pero no quieren venir a buscarlo. Así que si usted...
—Yo me lo quedo —la interrumpió mamá. Se hicieron unos breves segundos de silencio en los que me la imaginé recorriendo el reloj con sus dedos. La oí sorber por la nariz—. ¿Cómo puede ser que no quieran tenerlo?
La enfermera suspiró.
—Cada persona, cada familia, tiene su propia manera de lidiar con el dolor. Para ellos puede ser muy difícil tener objetos cerca...
—Es el reloj que su hijo llevaba puesto al momento de morir —volvió a interrumpir mamá, levantando un poco la voz—. ¿Qué significa eso? ¿Que se desharán de todas sus cosas?
—No los culparía si lo hicieran —replicó la enfermera con calma—. Señora, cuando uno lleva tantos años como yo trabajando en esto, aprende a no juzgar a las personas y a la forma que encuentran de seguir adelante. Esa familia perdió a un hijo de diecisiete años. Su hija está acostada en esa cama, viva y a salvo. Creo que no es momento de opinar sobre lo que hacen los demás, sino de agradecer que usted no tuvo que enterrar a nadie.
Mamá sorbió por la nariz otra vez. Su voz sonó quebrada. Estaba llorando; de nuevo.
—Tiene razón. Lo lamento.
—Está bien, no se preocupe —dijo la enfermera en un tono más dulce—. Al menos sé que el reloj se quedará con alguien que realmente quería a ese chico.
—Sin dudas —respondió mamá.
Lo más curioso acerca de ese reloj es que se detuvo en el minuto exacto del accidente, y nunca volvió a funcionar. Alguna vez oí por ahí, entre las tantas leyendas pueblerinas, que cuando eso ocurre es porque no era tu hora de morir.
Claro que no había sido su hora de morir. No hacía falta un reloj detenido para saberlo. Cualquiera que hubiera llegado a conocerlo le habría deseado la vida larga y feliz que se merecía. Jesse Miller no fue solo uno más en este mundo. Si lo hubiese sido, yo no habría sentido el impulso de contarle todos mis secretos, de abrirle las puertas de par en par y no apenas una rendija, como hice con todas las personas que, hasta que él apareció, formaron parte de mi vida.
Vida. Algo que yo conservaba y que a él le había sido arrebatado tan violentamente.
No era justo. Pasé mucho tiempo repitiéndome la misma frase durante las semanas que vinieron después de aquel once de diciembre: «Debería haber sido yo».
Porque nadie se merecía tanto seguir aquí como Jesse, quien había luchado arduamente por conservar su vida en los momentos más oscuros hasta conseguir volver a tomar las riendas de ella. Irónico, ¿no es cierto? Que tras haber conseguido aprender a amar la vida, la haya perdido. Irónico; y cruel.
Cuando conseguí estabilizarme lo suficiente como para poder pasar unas horas despierta sin desmoronarme, mamá me contó que no hubo funeral. Ethan y Clarice habían decidido cremar el cuerpo y llevarse los restos con ellos, para así jamás tener que regresar por nada a este pueblo maldito que les había arrancado despiadadamente una parte tan grande de sus almas y de sus corazones. Sinceramente, no podía culparlos.
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Editado: 02.03.2023