El viento les lastimaba las mejillas, y el agua de sus narices se había congelado. Aquella montaña era tan silenciosa como un cementerio, pero por algún extraño motivo, ellos habían decidido escalarla. La gente, a pesar de haberlo intentado en repetidas ocasiones, no logró convencerlos de desistir. Solo cuando sintieron cada uno de sus vasos sanguíneos ceder ante el frío, supieron que habían tomado la decisión más errada de sus vidas. Unos segundos después, aun mientras sus cerebros recibían estímulos, lo vieron. El ruido fue ensordecedor, y provino de él. Lo vieron acercarse, paso a paso, dejando sus huellas en la nieve de la montaña. Luego, el silencio.
Eran las doce del mediodía, y aún el sol no había salido. Pensó que era por el crudo invierno del norte, pero recordó que no estaba en el norte, sino cerca del pico de una cadena montañosa. Ese lugar era tan remoto que apenas un pueblo de doscientas personas lo habitaba, y a su vez, era la última parada del tren en el que viajaba. Llevaba dos días viajando, pero sabía que valía la pena sacrificar sus dolores de espalda por ello. Al recibir la noticia de sus siete compañeros se le heló el corazón. Cuando le dijeron dónde habían desaparecido decidió cambiar la sensación de frío por calor. Del equipo de veintitrés escaladores, Nicolás fue el único que decidió buscar a sus compañeros.
<< No has de ir allí, muchacho >> le había dicho la anciana. Era una señora que estaba viviendo, aparentemente, por la caridad de la vida. Nicolás hizo caso omiso al consejo y decidió iniciar la escalada. Había alcanzado una cueva durante las primeras dos horas. Investigó en su interior, pero no encontró más que cadáveres de animales y telas de araña. Pensó que esos animales no podrían haber sobrevivido por mucho tiempo. Decidió continuar la escalada. Sintió que lo jalaron de su mochila hacia atrás, pero no había nada detrás de él. Se asustó por un instante y contó hasta diez. Siguió escalando. Cuando hizo fuerza con sus brazos para poder subir hasta el borde del acantilado, una sensación de terror le penetró la columna. Sus manos se quedaron paralizadas. Tocó el césped, ese césped en el que jugó cuando era un niño. Corría detrás de una pelota y caía porque no sabía patear… lo había sentido antes. Consiguió reponerse, pero cuando sus ojos intentaron ver lo que sus manos tocaban, vieron solamente la nieve de la montaña.
Había caminado por horas, y el agua que cargaba ya estaba congelándose. Oyó las voces de sus compañeros y les siguió el rastro. Mientras más caminaba hacia el centro de la montaña, más cerca se oían las voces. Pensó que estaba alucinando, pero la esperanza de encontrarlos era lo que lo movilizaba. Comenzó a correr en la dirección de las voces. Llegó.
Los siete escaladores estaban detenidos, como si estuvieran en trance. Nicolás les gritó. << ¡Chicos! ¡Chicos! >> gritó una y otra vez, pero la altura le distorsionó su voz, y el eco la repitió infinitamente en un ruido ensordecedor. Como sus amigos seguían detenidos, decidió acercarse. Continuó gritándoles, y cada uno de sus pasos dejaba su huella en la nieve. Pero su voz dejó de salir de su garganta. Y nuevamente, el silencio.
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Editado: 05.01.2020