Ana sintió la mano de Akir deslizarse de la suya, tratando de soltarla. Ella se aferró otra vez con fuerza para darle a entender que no era suficiente, que quería ver más. Akir accedió y volvió a buscar en su mente aquel recuerdo remoto para proyectarlo otra vez en la mente de Ana.
Estaba en los brazos de su padre otra vez. El rostro de él ya no parecía amable, sino duro y frío. La visita del extraño que se había asomado a su cuna, que lo había tomado en brazos amenazando con torturarlo, lo había perturbado.
Cuando Efran escuchó la puerta de la casa abrirse, se sobresaltó causando que el bebé se tensara también en sus brazos. Efran suspiró al ver que era Ema. Su rostro estaba serio y sombrío.
—¿Qué pasó?— preguntó Efran.
—Tú dímelo— le retrucó ella, desafiante.
—¿A qué te refieres?
—Floria dice que un extraño forzó su entrada en la casa y le dijo que me buscara y me dijera que había una emergencia. Cuando Floria le preguntó al hombre cuál era la emergencia, el extraño sacó un puñal y lo clavó en el vientre del marido de Floria, diciéndole: “Ésta es la emergencia”. Floria trató de contener la sangre lo mejor que pudo y vino hasta aquí a buscarme. Cuando llegué con ella… Su marido estaba muy mal herido. La envié a buscar agua al pozo y traté de hacer lo que pude por él, pero era tarde. Murió desangrado en mis brazos. Cuando Floria volvió con el agua y le di la noticia, comenzó a llorar desconsolada. Y entre sollozos, me dijo que había visto al asesino dirigirse a nuestra casa. Corrí hasta aquí lo más rápido que pude. Lo vi por la ventana, lo vi hablando contigo, lo vi alzando a Akir de su cuna. Los escuché hablar…
—Ema, no es lo que parece— se escudó Efran.
—Lo que parece es que trabajas para los Antiguos. ¿Lo niegas?
Efran no contestó. Se puso de pie y llevó al bebé hasta la cuna, depositándolo suavemente entre las mantas.
—Tu padre es un fugitivo. Mi trabajo es encontrarlo y llevarlo a la justicia— dijo Efran.
Ema se agarró la cabeza y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación.
—¡Justicia! ¿Cómo puedes…?
—Deberías agradecer que me enviaron a mí a hacer este trabajo— continuó Efran—. Otros no habrían sido tan pacientes.
—¿Yo soy un trabajo? ¿Te casaste conmigo para obtener información sobre mi padre? ¿Tuviste un hijo conmigo para…?— Ema no podía encontrar coherencia en su propio razonamiento—. ¿Por qué? Creí que teníamos una buena vida, creí que éramos felices… ¿Todo fue fingido? ¿Una farsa?
—No lo entiendes, la gente que está envuelta en esto es muy poderosa, no fue mi elección hacer lo que hice.
—Hubieras podido elegir decirme la verdad— dijo ella.
Efran negó con la cabeza.
—Si te hubiera dicho la verdad, eso habría significado una sentencia de muerte para ti.
Ema dio dos pasos hacia atrás y su espalda chocó con la pared a la izquierda de la chimenea.
—¿Significa eso que vas a matarme?— inquirió ella con voz temblorosa.
—Aunque no lo creas, matarte será un acto de misericordia. No dejaré que caigas en manos de él viva.
Ema deslizó la mano por la pared y buscó a tientas hasta que tocó el atizador junto a la chimenea. Se movió hacia un costado para ocultar su maniobra.
—No— dijo Ema—. Un acto de misericordia sería dejarme escapar.
—No puedo hacer eso, Ema.
—¿Por qué?—. Ema apretó su mano alrededor del mango del atizador en su espalda.
—Porque pagaría con mi muerte el haberte dejado escapar y no tengo intenciones de morir por ti— respondió él, acercándose a ella.
—Entiendo— gruñó ella por lo bajo.
Cuando él estuvo lo suficientemente cerca, ella blandió el atizador con todas sus fuerzas, golpeándolo en el costado de la cabeza. Efran cayó pesadamente en el suelo. Ema lo observó por unos instantes, dispuesta a golpearlo de nuevo si se movía. Efran no se movió.
Ema fue hasta la cuna y levantó al bebé, envolviéndolo con las mantas. Buscó un morral de tela y lo cargó con lo que encontró a la mano, huyendo de la casa.