Govannon guió a sus invitados a otra sala bajo tierra donde había muebles exquisitos, labrados con metales valiosos, y adornados con piedras preciosas de distintos colores. Parecía una especie de amplio comedor con una enorme mesa metálica y sillas de oro y plata. Encendió una chimenea e invitó a los recién llegados a cambiar sus ropas mojadas y secarse y calentarse cerca del fuego.
—Bueno, esta reunión merece una celebración— anunció Govannon—. Y como todos deben estar hambrientos y cansados, les propongo una deliciosa cena y unas mullidas camas para que descansen después.
—Gracias, Govannon, eres increíble— le sonrió Ana.
—Sí, gracias por acogernos tan amablemente— agregó Juliana.
—Los amigos de Lug son mis amigos— declaró Govannon.
Todos comieron y bebieron, riendo y charlando alegremente, como si por un momento, hubiesen olvidado todas las angustias pasadas y presentes, como si los dos prisioneros cautivos en las entrañas de la montaña no existieran y todo estuviera bien.
Terminada la cena, Govannon los repartió en distintas habitaciones horadadas en la roca para que descansaran: Dana y Lug compartieron cama después de mucho tiempo, felices de estar juntos nuevamente. Ana y Juliana compartieron otra habitación, tal como lo habían hecho en el castillo de Vianney, y una tercera habitación fue preparada para los dos muchachos: Augusto y Llewelyn. Govannon se retiró a su propia habitación, deseando buenas noches a todos.
—¿Puedo verla?— preguntó Augusto a Llewelyn, señalando su espada.
Llewelyn la desenvainó con cuidado y se la pasó.
—Es magnífica— la admiró Augusto—. ¿La hizo Govannon para ti?
—Sí— respondió Llewelyn—. Dijo que la espada que tenía no era digna de mí ¡y conjuró esta de una roca en minutos!
—¡Impresionante!
—¿Ves estos círculos entrelazados en la hoja? Son su marca personal: así es como sabes que es una espada que proviene de él.
Augusto asintió con la cabeza:
—Prometió forjar una para mí también.
—Si quieres, cuando la tengas, podríamos practicar juntos— propuso Llewelyn.
—No creo que quieras practicar conmigo— se avergonzó Augusto—. Soy solo un principiante. Solo te haría perder el tiempo.
—¿Bromeas? ¡Yo soy un principiante también!
—¿El hijo de Lug? No lo creo.
—Mi padre no me permite tocar armas de ningún tipo. Tuve suerte de que estuvo distraído con todo ese asunto de Humberto y Cormac y no vio la espada. Si no, seguramente me habría hecho devolverla.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y tu madre? ¿Qué piensa del asunto?
—Creo que ya se dio cuenta de que soy un hombre.
—¡Qué suerte tienes! Mi madre está horrorizada de que ande con una espada.
—Y sin embargo la portas igualmente— observó Llewelyn—. Tal vez ella también se está dando cuenta de que eres un hombre.
—Tal vez— se encogió de hombros Augusto.
—Entonces, ¿practicarás mañana conmigo?
—Será un honor— respondió Augusto, devolviendo la espada a Llewelyn.
—Tu madre dijo que venían de otro mundo. ¿Cómo viajaron hasta aquí?— preguntó Llewelyn, intrigado.
—Por un portal. Humberto nos engañó y nos secuestró, trayéndonos aquí. Nos tuvo cautivos y a tu padre también. Me alegro de que Lug lo haya encerrado para que ya no pueda hacer más daño.
—Pero Humberto estaba diciendo la verdad, el que mintió fue Cormac— comentó Llewelyn.
—Sí, eso es extraño. Humberto es una máquina de decir mentiras. Tal vez engañó a tu padre y Cormac es inocente.
—Cormac no es inocente— gruñó Llewelyn.
—Cormac es uno de los Antiguos, ¿no es así?
—Sí. Mis padres parecen pensar que se ha reformado, que es un amigo, pero no es así.
—¿Por qué lo dices?
—¿Ves esto?— le mostró Llewelyn su mano con el anillo.