La Conspiración del Espiral - Libro 4 de la Saga de Lug

SÉPTIMA PARTE: Bifurcados - CAPÍTULO 115

Entre el torbellino apabullante de sensaciones que Lug sintió durante la caída, predominaba el pánico. El instinto le hacía extender las manos hacia arriba, como intentando inútilmente lograr agarrarse de algo. La desesperación no lo dejaba pensar. Sus sentidos no podían discernir lo que veían, lo que escuchaban. Solo la velocidad vertiginosa de la caída le hacía sentir que se hundía sin remedio en las garras de la muerte.

—Estuviste tan cerca...— se lamentó el viejo, meneando la cabeza mientras veía caer a Lug—. Es una lástima. Pero bueno, supongo que por esta vez, puedo darte otra oportunidad. ¡Pero que no se haga costumbre!

  El anciano abrió los brazos con las palmas de las manos abiertas.

  En medio de la confusión y el terror de su inminente muerte, Lug sintió de pronto que sus sentidos se aclaraban, que su mente se serenaba. Miró hacia abajo y vio que seguía cayendo inexorablemente, pero de alguna manera, parecía que ahora tenía tiempo de pensar, de reflexionar, de encontrar la forma de evitar su horrible fin, aplastado contra las rocas, azotado por las olas del mar. Un pensamiento llegó a su mente: había levitado, solo por un momento, pero lo había hecho. Y si lo había hecho, razonó su mente, ¡podía volver a hacerlo! Este solo y único pensamiento ocupó toda su mente, todo su ser: podía levitar. Cerró los ojos, respiró profundo e invocó su lago calmado... Calmado... tranquilo... liviano... sí, esa era la clave: liviano. Y su cuerpo obedeció, comenzando a flotar. La inercia de la caída se hizo más y más lenta, hasta que poco a poco, fue reemplazada por la sensación de flotar en el aire. Y luego comenzó a emerger de las profundidades de su miedo, de su propio abismo personal, lo que provocó que su cuerpo también comenzara a ascender. Más liviano, y más, y más...

  Con los ojos aun cerrados, de alguna manera supo que había llegado hasta arriba, hasta el borde de la cornisa. Abrió los ojos y vio que estaba flotando a apenas unos centímetros del piso de roca. Expiró el aire de sus pulmones con suavidad y su cuerpo se posó delicadamente sobre el suelo.

La adrenalina provocada por la caída comenzó a bajar y su tembloroso cuerpo retornó a un estado normal.

  Lug levantó la vista, pero no vio la pared de roca. Desconcertado, miró en derredor: no estaba en la cornisa. Ante sí se abría una enorme explanada de roca y hacia su izquierda había una cueva. A unos metros de la entrada de la cueva, había una pequeña mesa circular de mármol y dos sillones mullidos con almohadones rojos. El anciano loco estaba sentado en uno de los sillones con una tetera humeante en la mano, sirviendo té en dos tazas de porcelana.

—Ven a tomarte un té— lo invitó el viejo—. Te hará bien.

Lug lo miró, estupefacto.

—Estoy muerto, ¿no es así?— preguntó con recelo.

—Por el contrario, mi amigo— respondió el otro con una sonrisa—. Estás mucho más vivo que antes.

Lug se dio vuelta, intentando ver el abismo. Dio un paso tentativo hacia el borde con un nudo en el estómago provocado por el recuerdo de la caída, y luego dio otro paso más… pero no había borde, no había abismo…

—Me tomé la molestia de quitar la cornisa— explicó el anciano desde su sillón—. No es necesario que vuelvas a caerte. Con una vez es suficiente, ¿no lo crees?

—¿Dónde estoy?— preguntó Lug, confundido.

—Yo diría que en una explanada de formaciones rocosas— dijo el viejo, señalando con un gesto en derredor—. Sé que te agradan más los bosques, pero me pareció mejor tratar de conservar algún atisbo de continuidad con el ambiente en el que estabas, ya sabes, para evitar la desorientación.

—¿Dónde está Dana? ¿Qué hizo con ella?

—Ella sigue caminando por la cornisa, contigo siguiéndola a medio metro— explicó el viejo.

—¿Cómo puedo estar con ella si estoy aquí con usted?— lo cuestionó Lug.

—¡Por fin una pregunta interesante! Me tomé el atrevimiento de desdoblarte por un momento para poder conocerte en persona y ayudarte.

—Ah... No entiendo de lo que me está hablando, pero no tengo tiempo de tomar el té ni sentarme a charlar con usted. Necesito volver con mi esposa, necesito...

—¡Claro que tienes tiempo!— lo cortó el otro—. ¿No te acabo de decir que estás desdoblado?

—Mi esposa debe estar preocupada por mi ausencia, debo regresar— insistió Lug—. Tengo cosas muy urgentes que hacer...

—Te estoy tratando de explicar la situación— lo volvió a cortar el otro—. Tu esposa no notará tu ausencia porque de su lado, tú solo te habrás ido por menos de medio segundo, mientras puedes pasar hasta casi tres horas conmigo.

—¿Cómo?

—¡Cómo! ¡Por el desdoblamiento!

—¿Me está diciendo que estoy en dos lugares al mismo tiempo?




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