—¡Lapidados!— exclamó Alaris, mientras volvía a llenar la taza de té de Lug.
Estaban en una sala que Alaris había convertido en su oficina privada en el palacio de Govannon en las Marismas. Alaris estaba sentado de un lado del enorme escritorio de madera negra y Lug del otro.
—¡Es barbárico!— meneó la cabeza el hermano de Govannon—. ¿Alguna idea de cuántos niños han sufrido este destino?
—No— dijo Lug—, pero lo importante es detener esto y salvar a los que aun viven.
—Por lo que me cuentas, no sé si esta gente pueda entender qué es lo que verdaderamente está sucediendo. Creo que intentar hacerles ver la verdad solo lograría que nos lincharan a nosotros también.
—Coincido— dijo Lug, tomando un sorbo de té—, por eso el plan que quiero proponerte no tiene que ver con educar a esta gente.
—Te escucho— se reacomodó Alaris en su cómodo sillón.
—Si lo que esta gente quiere es deshacerse de estos niños demonio, podemos ayudarlos.
—¿Ayudarlos?— pestañeó Alaris, sin comprender.
—Podemos conseguir una orden real del regente de Colportor, ordenando a las aldeas a entregar a estos niños a una comisión especial que se encargará de ellos. Luego enviamos a Gio, Luca y Viño a recogerlos por las aldeas y los traemos aquí, donde les ayudaremos a controlar y ampliar sus incipientes habilidades.
—Una escuela para parias…— musitó Alaris—. Me gusta.
—Llamémosle una escuela para talentos especiales— propuso Lug—. La idea es comenzar con estos niños especiales, pero luego abriríamos la inscripción a cualquiera que quisiera aprender a manejar su verdadero potencial. De esa manera, podríamos cambiar la mentalidad social reinante lentamente, sin asustarlos.
—Podría funcionar— aprobó Alaris—. Pero quisiera que no se trate solamente de enseñarles sobre habilidades, hay mucho más conocimiento que podríamos impartir.
—Por supuesto, lo que juzgues necesario. Dejo el currículo a tu criterio, amigo— sonrió Lug.
—Y operaríamos aquí, un lugar aislado en medio de un pantano, donde no molestaríamos a nadie— se entusiasmó Alaris—. Es perfecto.
—Me alegro de que te guste la idea— le dijo Lug, poniéndose de pie—. Si me disculpas, debo encontrarme con Dana.
—Claro— dijo Alaris, poniéndose también de pie para acompañar a Lug hasta la puerta.
Los dos salieron a una amplia galería. Alaris estrechó la mano de Lug.
—Hablaré con Gov y con tus amigos soldados para organizar las cosas.
—Estupendo— asintió Lug.
—Oh, no…—musitó Alaris, mirando por sobre el hombro de Lug.
—¿Qué?— frunció el ceño Lug, volviéndose para seguir la mirada de Alaris.
Vio que Amanda venía caminando por la galería hacia ellos.
—Es esa mujer otra vez. Cada vez que me ve se arroja al piso y comienza a recitar plegarias.
Lug rió divertido.
—Ya se le pasará. Pero mientras tanto, la distraeré para que no te moleste— prometió Lug.
—Te lo agradezco. Por más que intento explicarle que no debe hacerlo, no parece entenderlo.
—Te comprendo perfectamente, a mí me pasa con lo de las reverencias— expresó Lug—. Te veré más tarde.
—Sí, sí— le palmeó rápidamente la espalda Alaris, dando dos pasos hacia atrás y metiéndose abruptamente en su oficina antes de que Amanda llegara hasta ellos.
—Alaris está muy ocupado ahora— lo disculpó Lug cuando Amanda levantó la vista hacia él en la galería.
—Voy camino a las cocinas a preparar la cena y quería preguntarle al dios Alaris por sus preferencias— explicó ella.
—Estoy seguro de que lo que usted cocine le vendrá bien— le dijo Lug.
Ella suspiró, decepcionada, ya no sabía qué otras excusas inventar para bañarse en la presencia de la divinidad que había adorado por tantos años. Otros se hubiesen desilusionado al conocer en carne y hueso a su dios, pero no Amanda, para ella, las Marismas se habían convertido de pronto en el paraíso, y el palacio de Govannon en la morada de los dioses, y ella, una simple aldeana, esposa de un soldado, se sentía elevada al haber sido elegida para vivir aquí, para servir a deidades sublimes. No importaba cuánto trataran de convencerla de lo contrario: Alaris era un dios (con Lug, Govannon y Zenir como sus ayudantes de campo), y ella era su fiel servidora, y quien no los respetara, se las vería con ella.
—¿Y usted?— inquirió ella.
—Yo no como carne, y Dana tampoco— declaró Lug.
—¿Cree que el dios Alaris también tenga problemas con la carne?
—No lo sé, Amanda, pero con lo que sí tiene problemas es con que lo siga llamando “dios”.
—¡Oh, su modestia infinita!— exclamó ella, llevándose las manos al pecho.
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Editado: 12.10.2019