— Entonces —llamó su atención el castaño que, sentado frente a su escritorio sostenía entre sus manos una taza de café—. ¿Qué planeas hacer?
Gabriel lo miró por sobre su hombro mientras seguía detrás del escritorio dándole la espalda a su amigo, sentado sobre aquella silla negra de cuero que giraba y mantenía casi siempre entretenido a William —su pequeño sobrino—, veía las luces de la ciudad iluminar la oscuridad de aquella lluviosa noche. Manhattan lucía preciosa con ese ambiente, y de haber sido otro momento su mente estaría enfocada en disfrutar del momento y no de pensar que diablos hacer para localizar al vivo recuerdo de su ex amante.
— Enamorarla —contestó finalmente—, y romperle el corazón.
— ¿Qué?
— Lo que escuchaste, Samuel —dictaminó incluso antes de que otra pregunta pudiera salir de los labios del rubio—. Haré lo que ella hizo conmigo, la voy a destruir.
Se volteó para poder apreciar el rostro desencantado del rubio. Se había imaginado el rostro que debía de tener incluso antes de voltear para tenerlo frente a frente, no le sorprendió para nada la reacción de su amigo. Tampoco se sorprendió cuando de su boca salió:— Eres un idiota, Gabriel.
El árabe se negó a creer aquellas palabras, estaba convencido de que Alessia necesitaba un escarmiento sobre el abandonar a las personas cuando estaban en un punto sin retorno de enamoradas, no podía simplemente meterse bajo su piel para después, cuando ya su corazón estaba colgando en las delicadas manos con uñas rosadas, largarse alegando necesitar espacio. Y él estaba dispuesto a darle aquella lección, tal vez de manera indirecta, pero ella sería capaz de ver su error, era demasiado lista como para notar lo que pasaría.
— Ella lo merece —respondió simple, sin rodeos. Sin ninguna de remordimiento dentro de las palabras que habían salido de sus delgados y rosados labios—, sabía lo que hacía y no se detuvo, no veo porque yo tendría que hacerlo.
— A veces tu inmenso ego me asusta —Samuel que hasta el momento había permanecido sentado frente al árabe, se puso de pie, alisando con sus manos aquel traje azul que portaba y solo lograba resaltar el color de sus ojos—. ¿Se lo merece por huir de lo que no la hacía feliz? Acéptalo no era para tí, Gabriel.
— ¡Le di todo, dinero, lujos!
— Nada nuevo para ella —sentenció de manera definitiva Samuel. Se acercó a su amigo para tender hacia el un vaso con Whisky—, olvidas que ella creció igual que nosotros, rodeada de lujos. No puedes comprar el amor con dinero, ni con lujos, Gabriel.
Aceptando el trago, lo bebió de golpe. No podía dejar de atormentarse noche tras noche por haber dado todo de sí mismo para una persona que no merecía nada, Alessia, jugó con él, y él lo permitió. Observó las paredes blancas y brillantes que rodeaban su oficina, le pareció aburrido ver aquel color por todas partes, incluso en su hogar, sin embargo, no sé atrevía a cambiarlas porque Alessia había elegido el color para su oficina y su departamento.
Y ahí estaba de nuevo, invocando su recuerdo incluso en las paredes adornadas con los títulos que había acumulado con los años, y que decir de el único sofá para dos personas que descansaba pegado sobre la pared izquierda, el mismo en el que había hecho el amor con ella sin parar un domingo por la mañana. Aún podía recordar la suavidad de las manos de Alessia recorrer sus hombros con rasguños cuando la cúspide de su climax solía alcanzarla, también podía casi escuchar los suaves jadeos que sus labios en forma de corazón soltaban susurrantes sobre su oído.
Ni hablar de aquella perfecta nuestra de la biblioteca en su oficina, la misma que guardaba los libros que Alessia había escogido tan meticulosamente que casi podía verla acomodando cada uno de los ejemplares por orden alfabético porque le resultaba más fácil ubicarlos. Tampoco podía olvidar como su perfume estaba impregnado en cada una de las páginas que portaban aquellos tomos, tomos que no había vuelto a tocar desde que ella se había marchado.
— No puedo olvidarla —susurró con la voz temblorosa. Se levantó de su silla negra para caminar hasta el pequeño bar que se encontraba dentro de la oficina, justo en una de las esquinas junto a las puertas de madera que separaban el pasillo de su espacio—. No cuando su nombre quema en mi piel aún.
— Sólo déjala ir, no te aferres a un imposible.
Samuel se acercó hasta él, lo abrazó aún sabiendo la renuencia que Gabriel tenía ante el consuelo hacia él. A veces, un abrazo cura el alma, y para Samuel, el dar abrazos y demostrar todo el cariño que sentía por las personas le hacía sentir que estaba ayudando a sanar los pedazos rotos de sus almas. Gabriel correspondió el abrazo solo por unos cortos segundo que para su amigo fueron ganancia.
— Lo voy a intentar.
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Gabriel no había cumplido su palabra, pues después de que Samuel se hubiera marchado de la empresa para resolver sus propios asuntos en la suya, el pelinegro había llamado al investigador que había contratado desde el segundo día en que no vió y no pudo localizar a Alyssa. Dato que por supuesto omitió a Samuel, y solo dejó al descubierto la posibilidad de contratar uno; una verdad a medias.
Alexander Ivanov, el mejor investigador de la ciudad había descubierto que la pecosa mantenía una vida demasiado privada, a comparación de su hermana que gozaba de ventilar cada paso que daba en redes sociales y revistas de la farándula. Sin embargo, aquello no había sido obstáculo para poder descubrir que Alyssa estaba inscrita en uno de los mejores estudios de danza que había en Manhattan, incluso antes de que la británica hubiera puesto un pie en el continente. También había descubierto que había dejado su natal Londres, en dónde había vivido desde su niñez, para atravesar el Atlántico por alguna razón la cual aún no descubría.
Todo aquello ahora estaba en las manos del pelinegro, quien se encontraba recargado en el capó de su auto, aquel Audi R8 negro que tanto le encantaba y no porque se tratara de un modelo reciente, sino por el valor sentimental que le generaba aquel objeto. Con las manos en los bolsillos de su pantalón a juego con el traje que portaba, aquel de color gris que hacía resaltar lo dorado de su piel y sus ojos negros como la obsidiana; esperaba el momento adecuado para abordar a la pecosa a fuera del estudio en dónde tomaba clases.