La cuerda y la rosa

Capítulo II

En la inmensidad de los mares, incontables gotas de agua existen a la par, cruzándose, fundiéndose, desapareciendo la una en la otra sin ofrecer mayor espectáculo que el de la calma del paisaje que conforman. Sin embargo, cuando las olas se alborotan y se elevan sobre la playa, cuando cada gota se arroja y besa con furor un grano de arena removiéndolo de su sitio y dejando una parte de sí misma en él, es imposible ignorar el estruendo de tan apasionado encuentro.

Lo mismo sucede en la mar de gentes que recorren el mundo cada día, inmersas la una en la otra formando un todo e irrelevantes por sí mismas. Aun así, en esa monotonía de existencias semejantes a menudo surgen, como fruto de la casualidad, dos seres capaces de representar el estruendo de las olas sobre la playa. Y allí estaban ambos, la gota y la arena, parados uno frente al otro aguardando el cese del silencio infinito.

Darien la miraba sin comprender el estremecimiento que su sola presencia le causaba. Repitió su nombre en su mente, reproduciendo cuidadosamente el sonido de cada letra, visualizándolo, saboreándolo, dándole la forma de aquella muchacha de ojos café que lo miraba expectante a la espera de su respuesta. Se sintió incomodo, expuesto, como si esos ojos fueran capaces de penetrar en lo más profundo de su ser y recorrerlo por entero.

La necesidad de palabras que rompieran la tensión de aquel instante lo obligó a recobrar la compostura. Evaluó rápidamente los datos que tenía a su disposición para comprender la situación. Una joven llamó a su puerta. Dijo que Marta la enviaba. Marta no se hallaba en la casa siendo su horario habitual de trabajo. Cientos de opciones cruzaron por su mente a gran velocidad, pero solo una pregunta las abarcaba a todas.

—¿Ocurrió algo con Marta? –inquirió, con un tono demasiado duro para expresar la preocupación que realmente sentía.

Tessa percibió la frialdad con la que habló como una falta total de interés, pero un destello casi imperceptible en su mirada la convenció de lo contrario. El hombre no parecía tan extraño como su vecina lo había descrito. Eran evidentes los detalles que denotaban a una persona solitaria. Desde el momento en que abrió la puerta notó en él la rigidez nerviosa de quien no acostumbra a tratar con extraños. Su cuerpo tenso, su mandíbula apretada, el vaivén confundido de sus ojos, dejaban ver la incomodidad que había experimentado al verla.

Aun así, su aspecto en general representaba una absoluta contradicción a sus reacciones inmediatas. Su postura erguida y su mirada a través de los parpados ligeramente caídos sobre el fondo gris del iris transmitían una serenidad contagiosa. Su voz, aunque dura y ronca, brotó de sus labios tensos con la sonoridad de un arroyo en calma. Veía, sin duda, a un hombre triste y melancólico. Pero aun en esa tristeza podía percibirse la madurez y el temple que los años le habían forjado. La suma de esos detalles lo dotaba de un atractivo singular.

—No podrá venir por un tiempo –respondió, con más timidez de la que hubiera deseado–. El trabajo la agotó y necesitaba descansar, pero no quería alterar su rutina y me pidió que la cubriera.

—Llegar media hora tarde e insistir en el timbre en lugar de entrar y hacer su trabajo implica alterar mi rutina –contestó él con brusquedad.

La muchacha sintió el calor de la vergüenza hirviendo la sangre en sus mejillas. No es mi culpa –pensó–. Si no hubieses escrito esa novela. Pero no podía decirle la razón de su demora. No era excusa suficiente y solo conseguiría que se riera de ella, si es que acaso reía en algún momento.

—Lo siento –Llegó a decir, con voz trémula, bajando culpable la mirada como una niña a la que acaban de regañar.

Darien la miró y no soportó haber causado en ella tal efecto. La sonrisa, que momentos antes adornaba su rostro, se había desvanecido. Sus hombros caían a los lados, abatidos, acobardados por el trato desagradable que acababa de darle. Se arrepintió de inmediato. Aunque ignoraba por qué le importaba tanto.

No era la primera persona a la que trataba de aquel modo. Despreciaba a todo el mundo por igual. Aun a Marta, a pesar de los años y del afecto que había desarrollado, trababa de la misma forma. Pero la muchacha frente a él era diferente. Algo en su interior se removía, inquieto, vivo, como si deseara salir de la oscura prisión de su alma.

—Disculpe usted, señorita Teressa –dijo casi de inmediato, sorprendiéndose a sí mismo por la suavidad que había logrado en su tono–. Mi don de gentes ha sufrido las consecuencias de mi estilo de vida tan ajeno.

Tessa levantó la vista hasta encontrarse con el gris de sus ojos, que la miraban fijamente con un aire, quizás, de remordimiento. La sonrisa regresó a su rostro y la timidez se alejó, abriendo paso a la animosa simpatía que la caracterizaba. Tenía la capacidad de variar su humor con la facilidad con que el día se transforma en noche. Bastaba una simple extrañeza que la divirtiera para que toda sombra de malestar se iluminara de inmediato. Y, sin saberlo, Darien acababa de dársela.

—En realidad es Tessandra –explicó alegremente–. Lo sé, es horrible. Personalmente prefiero Tessa. O señorita Tipson, si quiere ser elegante. Mis amigos me llaman Teté, por eso de llevar la misma letra en el nombre y el apellido. Es tonto, pero siendo corto ahorra más tiempo.

Lautman comenzaba a sentir que su dolor de cabeza regresaba. Intentaba seguir siendo amable, pero el parloteo de la muchacha lo agobiaba. Estaba perdiendo demasiado tiempo y debía regresar a su escrito. A su lucha contra los recuerdos. A su infierno. Ese infierno que parecía haberse aplacado momentáneamente desde que abrió la puerta.




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