Una pobre sonrisa tras leves suspiros iluminaba el rostro agotado del trirreme Daliágape, pues toda la tripulación retornaba a casa luego de la prolongada estancia sobre las pacíficas, aunque a veces peligrosas, olas del Dóride. La mañana estaba realmente agradable. Soplaban las brisas, y las hermosas velas de seda que ataviaban al barco pues llegaban a estirar gozosamente. Con el sol apenas naciente, el frío de la noche aún habitaba el mar, y todavía no permitía a los navegantes andar desabrigados. ¿Pero qué más daba? Las ganas de pisar tierra firme no permitían desánimo alguno. Ya el puerto se encontraba a la vista y eran motivos suficientes para regocijarse.
Durante todo el viaje era escuchable el peculiar tarareo que prorrumpía de las tablas. Un cómodo mosconeo que solía percibirse desde dentro de los mismos listones de abeto que conformaban las paredes del navío. Aunque al parecer, este ruido, el barco lo hacía conscientemente. Lo concebía para despertar poco a poco a los marinos adormecidos. Sin embargo, otras veces solía hacerlo para que fueran más llevadera las largas expediciones donde el horizonte parecía infinito.
El entorno se hallaba apacible y tranquilo, donde solo se podían escuchar las aves marinas cantar en tumultos. El momento era agradable, y de vez en cuando armonizaba con unos golpecitos causados por Andréas desde la cubierta. La misma estaba totalmente despejada, solo habitaba el delgado muchacho de cabello encrespado y desordenado, abrigándose hasta los dientes y tiritando del frío. Se encontraba ataviando un limpio, pero gastado quitón (túnica) garzo que le llegaba hasta las rodillas, ceñido a la cintura por un grueso cinturón de cuero. El chico parecía ser entusiasta de las pequeñas cosas de la naturaleza y siempre sintió pasión y respeto por la madre tierra. Entidad la cual veneraba mucho en cualquiera de sus formas. El amanecer estaba precioso, apenas se veía al astro rey como nacía por encima del propio Fondeadero de Aegea, hogar de alguno de los marinos que instituían al equipo del Daliágape.
Tal soberbio silencio sería fraccionado entonces por una vocecita un tanto hipnótica y peculiar, firme pero irresoluble, delicada:
- Andréas… ¿no crees que sería mucho más pintoresco verlo trepado desde el mástil? – la voz aparentemente provenía desde la proa del barco. Algo así, como si la propia delantera del hermoso trirreme hubiese hablado por sí sola.
- No, no lo creo, sabes que le tengo pavor a las alturas – responde el chico a la voz, cohibidamente
- ¡Muchacho! – ríe con una carcajada - sabes que no dejaría que te pasara nada. Ni a ti, ni a la capitana, ni al resto de los remeros. No te dejaría caer – dice burlonamente la vocecita
- ¿Remeros? ¿Qué remeros? Eco no quiso traer ninguno consigo. Éste barco es grande por gusto. Tiene capacidad para 200 personas y no llegamos a… - pero es interrumpido por la misma
- Sabes que no soy siervo de todo el mundo Andréas, y Eco lo sabe. Esas criaturas apestosas de Hatria…, al final ni siquiera les importo.
- No deberías quejarte, al final nosotros tampoco importamos. Usan nuestros conocimientos solo para arreglar lo que ellos no pueden – interviene
- Pero al menos ustedes tienen forma física – delega
- ¡Dalia, por favor! – indignado – Detente. Este barco hermoso, es tu forma física, y es una forma maravillosa. Además, dudo que sin ti pudiéramos todo lo que nos sostenemos en alta mar – indica mientras se acerca al espolón para acariciarlo.
- Eso es fácil para ti, no eres un bicho de madera. ¡Vas a dónde quieras! – comenzando a renegar.
Al parecer eran comunes estos hostigues existenciales de madera, pero de alguna manera Andréas siempre le cuidaba y no le permitía ahogarse en sus aflicciones. Aunque algunos de los tripulantes no siempre eran empáticos con la personalidad del barco. Pues la veía algo fastidiosa. Como era de esperar, el enorme Tyrone protestaría golpeando con su silvestre pezuña en la cubierta:
- ¡Calla ya, barquito! – poniendo sobre el mismo un limpio balde de agua y una trapeadora – Yo tampoco soy humano, y la gente suelen tenerme miedo. Huyen de mí cada vez que me ven – causándole risa a Andréas mientras comienza a baldear.
- Bueno…, es que no tienes delicadeza ninguna – responde Andréas entre risas – Démosle un poco más de cultura a tu carácter y tal vez a todo el mundo se le olvide de que eres… algo más – explica sonriente.
- Sí, sí. Los dioses andan locos – refunfuñando Tyrone - Lo siento pero un hombre toro da mucho que desear, ¿verdad?
Tyrone sufría algo parecido a lo que soportaba la Daliágape, pues eran consecuencia de la magia que no solía verse comúnmente en todos lados. Dalia era un barco arcano, un navío que podía moverse a voluntad propia, que podía hablar, y según ella poseía habilidades proféticas. Esto era así gracias a que en su construcción se usaron árboles del oráculo de Finn, un lugar sacro que le otorgaba dichas capacidades. Tyrone por su parte venía siendo una criatura diferente. Pues el chico de alguna manera exótica, o desacostumbrada por decirlo así, es descendiente de una mujer humana con uno de los toros sagrados de la Liga de Hatria, una alianza de ciudades del Mar Dóride. Una historia algo controversial, pero el muchacho vendría siendo el resultado de esta analogía.
- ¡Ay, por favor, ustedes! ¿Pero qué es lo que les pasa? ¿Han visto lo hermosa que esta la mañana para formar esas crisis? – notifica Andréas con carácter desazonado – Ya estamos llegando a tierra por fin.
Tyrone, hace un bufido mientras sigue pasándole trapo a las tablas de la cubierta del Dalia – Ay sí, dejémonos de tonterías. ¡Ya estoy harto de tanto mar! – grita enérgico mientras tira agua al suelo – Déjame ver si termino al menos la cubierta. ¡Esta gente de Aegea es lo peor que hay! Con esos…, quitones tan caros y... – se detiene para voltearse a Andréas con ojos espabilados – Si tan solo fuera de alguna nobleza… - y sonríe volviéndose a voltear.
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Editado: 10.07.2020