La dama del retrato (damas enigmáticas 1)

Capítulo 2

Un carruaje alquilado lo guiaba conducía por las majestuosas calles de París.

De no equivocarse en sus cálculos, la mañana anterior había llegado a su pequeña residencia en la ciudad el aviso de su llegada y todo estaría listo para esa misma tarde.

La residencia de Timothy en París quedaba a escasas calles de los Campos Elíseos.

Un tumulto de gente se reunía muy cerca de allí para ver una especie de representación teatral callejera que le impidió pasar.

Después de un largo trayecto para rodear la avenida, llegaron a su casa.

Monsieur —anunció un hombre al abrir la portezuela —, hemos llegado.

Se bajó del carruaje completamente cansado, imaginando que llegaba a su habitación, se tiraba en su cama y por fin podía dormir en un lugar decente y  sin interrupciones, y no en un incómodo camarote.

Con toda la sorpresa y el algarabio que puede haber cuando alguien lleva más de diez años de no poner un pie en una de sus residencias más grandes, la servidumbre —de la cual no recordaba o conocía ni a la mitad— estaba total y completamente extrañada y quizá hasta asustada.

—Milord —se dirigió a él con un inglés algo torpe, de entre el grupo una mujer de cabellos plateados y muy estirados. Parecían alambres —, sea usted bienvenido. Es un gusto —remarcó aquello con una sonrisa escuálida — tenerlo por acá después de tanto tiempo.

—Para mi también —remarcó él también la última palabra, dejándole entrever el poco placer que era. Ambos se lanzaron una mirada elocuente —. Pero mucho me temo que no será mucho tiempo.

El rostro de piedra de la mujer se desvaneció, hasta hacerse arena y su sonrisa se desfiguró hasta convertirse en una mueca capaz de rememorar la de Medusa al convertir en piedra a un marinero cualquiera.

La servidumbre se dispersó retomando sus actividades cotidianas, y ella lo siguió.

—¿Cómo puede ser eso posible? —le preguntó siguiéndolo a través de unos pasillos en la planta superior —, viene después de tanto tiempo y es por un instante.

—La temporada —respondió deteniéndose para encararla. Al ver que no replicaba nada, se explicó —: está por empezar.

Ella frunció el ceño murmurando unas palabras en francés, lo vio a los ojos.

—Me retiro —murmuró la señora con pelos de alambre sabiéndose derrotada —. Con su permiso —se dio la vuelta y se fue por donde llegó.

Timothy entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Observó detenidamente su antigua recamara y suspiró melancólicamente. La última vez que había estado allí, su padre aún vivía.

Se dejó caer en la cama sin delicadeza y sonrió como pocas veces lo hacía. Solo en ese momento se permitió alegrarse por haber logrado que la señorita Babette se regresara a su trinchera, derrotada al recordar que ya no era un crio travieso al cual jalarle las orejas como antaño.

La paz implícita entre ellos tras largos años de batallas no le permitía más.

Por ahora.

En una mesita cerca de la ventana, había una botella de cabernet franc de Burdeos y una copa. La bienvenida había sido buena después de todo.

Se sirvió y empezó a moverlo y observarlo con detenimiento.

Rápidamente el conocido aroma a pimienta y frambuesa inundó sus sentidos haciéndolo sonreír.

Entre sorbos y recuerdos, la botella llegó casi a la mitad.

Se quitó el chaleco, las botas, se desabotonó la camisa y los puños, corrió el mismo las cortinas y se recostó.

«Unos minutos, serán solo unos minutos».

Era media tarde cuando se recostó, y pensaba ir de visita esa misma noche.

La señorita Babette entró a la habitación del conde mucho después del atardecer para preguntarle dónde quería cenar, encendió unas lámparas y lo encontró atravesado en la cama temblando de frío.

Observó la botella medio vacía y la copa justo al lado de la cama, negando con la cabeza se acercó a él.

—¡Ay Tim! —murmuró buscando unas mantas en un baúl. Cuando las pudo sacar, lo cubrió con ellas —. Ni a tus veintiocho años has aprendido a no quedarte dormido así. Algunas cosas no cambian nunca —susurró besando su frente.

Ella salió de la habitación en silencio y Timothy siguió durmiendo.

*****************

Abrió los ojos muy lentamente y se sentó en la cama mientras se desperezaba con parsimonia. No lograba ubicarse en lugar y tiempo. Esa no era su habitación en Londres, ni es su residencia de Lincolnshire. Estaba en... ¿París?

Saltó de la cama en un movimiento brusco y corrió las cortinas de la ventana.

—¡Maldición! —rezongó viendo el cielo, luego confirmó la hora en el reloj que pendía sobre la puerta del cuarto de aseo.



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En el texto hay: amor de dos

Editado: 17.11.2018

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