La dama del retrato (damas enigmáticas 1)

Capítulo 5

La temporada ya había iniciado oficialmente. 

Era imperdonable.

Era peor que eso, era mil veces peor.

Lord Timothy Blythesea, IV conde de Inverness no había vuelto de París a tiempo para el Discurso del trono, el segundo desde que el duque Guillermo de St Andrews y St Clarence había ascendido al trono, tras la muerte de su hermano mayor Jorge IV de Inglaterra.

En esa y otras cosas pensaba mientras leía la interminable pila de de invitaciones que había llegado desde hacía poco más de dos semanas, desde poco antes del inicio de la temporada.

Continuando con su labor, en el escritorio habían varias bandejas para la correspondencia.

En la primera, iban las invitaciones cuya fecha ya había pasado.

En la segunda, las invitaciones que amablemente iba a rechazar —tan amablemente como el huraño conde de Inverness podía.

En la tercera, las que no valía la pena abrir.

Y la cuarta...

No había una cuarta bandeja al uso. 

¿La razón?

Muy sencilla, eran contadas con los dedos de ambas manos las veladas a las que pensaba asistir.

Y sobraban dedos.

Con una copa de vino en la mano a medio terminar, tocó la campanilla para que su mayordomo—el señor Brown— acudiera y se deshiciera de la correspondencia no deseada.

—¿Me llamaba, milord?—preguntó después de pedir permiso para entrar y obtener la correspondiente autorización.

—Sí Brown, deshágase de todo esto—ordenó empujando hacía el mayordomo la primer bandeja —, estas rechácelas excusándome de la manera que mejor le parezca—empujó la segunda bandeja—, y esta—señaló la tercera, negó con la cabeza y meditó bien lo que haría—, no, mejor no, y devuélvame la segunda que le dí. Tengo que ver algo.

Brown, bastante dudoso, le devolvió lo que pedía sin molestarse en ocultar su sorpresa —que no era poca.

El conde empezó a revisar las invitaciones nuevamente y a seleccionar una por una las posibles veladas a las que asistiría. Si para encontrar a la mujer que buscaba tenía que bailar con todas y cada una de las mujeres solteras o comprometidas del reino, no dudaría en hacerlo.

Aunque no le gustaran las fiestas.

Ni bailar.

Ni las personas.

Lo que fuera por encontrarla.

Lo que fuera por destruirla.

De las enormes pilas de invitaciones seleccionó algunas, las que suponía serían las más concurridas por las debutantes y demás damas en edad casadera. De esas, fue descartando muy pocas a modo de asistir a todas las que pudiera sin morir o acabar en Bedlam en el intento.

—Asistiré a más veladas en esta temporada que las que he asistido en toda mi vida —murmuró frunciendo el ceño. Otra vez.

Los días siguientes a la confirmación de varias veladas a las que asistiría, pasaron rápido, quizá demasiado para el gusto del conde, cuyo humor —de por si bastante agrio— no hacía más que empeorar.

Como decían por allí, no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, esa noche asistiría a la primer velada de la temporada.

 En ese momento, parado frente al espejo, se colocaba en los puños de la camisa las mancuernillas con una lentitud que usualmente detestaba, ergo, lo hacía adrede, con la clara intención de posponer su llegada al baile que organizaban los Cranston lo más pronto posible.

Un suave toquido interrumpió sus cavilaciones.

—Adelante.

—Milord —entró Brown —, su carruaje ya está listo.

—Bajaré en unos minutos.

—Si no me necesita para nada más, con su permiso.

—No Brown, es propio.

Fue cuestión de largos e interminable minutos para que llegara al carruaje y emprendieran la marcha a la mansión de los Cranston.

Cuando llegó a la velada y fue anunciado, todas y cada una de las miradas se posó en él.

Aunque hubiera querido ignorarlo y aparentar indiferencia, no pudo. Sabía perfectamente que todas las miradas y murmuraciones recaían sobre él.

Desde que había sido nombrado conde de Inverness a la temprana edad de veintiún años tras la intempestiva muerte de su padre, eran escasas sus apariciones en sociedad, en especial porque casi siempre hacía la primera cerca de la mitad de temporada en casa de algún pariente lejano.

Seguía recibiendo invitaciones, eso estaba claro, aunque no porque esperaran que las aceptara, era por mera cortesía.

Saludó a los anfitriones y a unas picas damas que reconoció entre el tumulto. A los lores y caballeros si que los reconocía perfectamente. De no ser por su increíble labor en la Cámara Alta, estaba seguro que todos lo tomarían por un hombre incivilizado y hasta estúpido.

Como era natural, le pidió a la señora Cranston la polonesa, y al estar ocupada, le presentó a quien sería su primer pareja de baile aquella noche, a la hermosa lady Phoebe Rushfort.

Quiso concentrar toda su atención en las jóvenes que pululaban por el salón, se frustró demasiado pronto cuando empezaron a parpadear en su dirección y a abanicarse con rapidez.



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En el texto hay: amor de dos

Editado: 17.11.2018

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