Habían pasado ya varias semanas del inicio de la temporada, y por ende, varias semanas de total ajetreo. Semanas llenas de iré y venires que ya la tenían agotada tanto física como mentalmente.
Extrañaba su vida tranquila y feliz en el campo, sus interminables paseos matutinos y sus vistas al pueblo.
Sin embargo, allí estaba, de pie mientras la señora Elizabeth Moore le tomaba medidas para más vestidos.
Su tía, lady Latimer observaba meticulosamente el muestrario de telas que la señora Moore tan amablemente le había facilitado.
—También quiero guantes, sombreros, paraguas y ridículos a juego con los vestidos que le he encargado —ordenaba lady Latimer repasando con la mirada lo que le mostraban —. Mi sobrina tiene la pésima costumbre de dejarlo todo perdido en cualquier paseo —dijo en voz alta. Lanzándole una mirada censuradora a su sobrina.
Eugene sólo observaba a su tía dar órdenes sobre lo que sería el resto de su vestuario aquella temporada. Permanecía callada mientras le tomaban más y más medidas.
¿No podía descansar un poco en el diván dónde se supone que su tía iba a estar observando?
Ese día especialmente no tenía ánimo alguno para dar rienda suelta a su don del habla.
La noche anterior, había bailado con casi todos los caballeros que su tía le había presentado, y a estas alturas, seguir de pie era un suplicio.
—Es todo señorita Deering —habló la señora Moore mientras le daba una última mirada —, ya puede bajar.
Con delicadeza, bajó del pequeño estrado y se sentó unos breves instantes, en lo que su tía terminaba de acordar detalles con la señora Moore.
El cansancio y el sueño le ganaban la batalla, sus ojos se cerraban poco a poco. A lo lejos escuchaba a su tía hablar de ropa interior y ropa blanca nueva. Estaba siendo arrastrada por Morfeo muy lentamente cuando un abanicazo en el respaldo del diván en el que estaba sentada la sobresaltó.
Si es que eso era estar sentada.
—Querida, nos vamos —anunció encaminándose a la salida.
Eugene saltó del diván como un resorte, caminó a la salida, y antes de traspasar el umbral, regresó por el ridículo que había dejado en algún lugar.
Su tía estaba subiendo el carruaje.
—No lo vuelvas a hacer —sentenció con su habitual elegancia —. Es de pésimo gusto, así, desparramada en ese diván parecías una pordiosero del East End y no una dama. ¿Es que tu tía Marion no se encargó de educar te bien?
—No se preocupe tía, no volverá a suceder —prometió bajando la mirada a sus guantes.
Lady Latimer despegó los ojos de la ventanilla para negar con la cabeza.
—¿Sabes que es por tu bien? —preguntó en francés.
—Sí tía, lo sé —alzó la cabeza y sonrió con la dulzura que la caracterizaba —, es solo que algunas cosas me son nuevas. Estoy muy acostumbrada a la tranquilidad y el silencio del campo, y acá todo es tan... Tan nuevo para mi —lanzó un profundo suspiro —. Prometo que lo haré mejor —Tomó la mano de su tía y la acarició —. Lo prometo.
El rostro de Eliette se iluminó con una de esas sonrisas que no solía regalar a menudo, esas sonrisas llenas de luz que tan contagiosas eran para Eugene.
El resto del viaje en carruaje hasta Downing street transcurrió en total silencio. Observaba las calles que, pese a sus esfuerzos por memorizar, no lograba almacenar en su cabeza por más de algunos minutos, y que ya bastantes líos le había dado en algunos paseos.
La señorita Eugene Deering no se caracterizaba por una excelente memoria en cuanto a lugares o direcciones se trataba, aún no lograba recordar con exactitud el nombre de la calle en la que vivía.
Lo que no olvidaba con facilidad era un rostro o nombre que escuchara por casualidad. Nunca olvidaba algo referente a una persona en concreto sobre la que pudiera posar sus ojos.
—¿Piensas quedarte allí sentada todo el día? —preguntó la baronesa desde fuera del carruaje.
Negó con la cabeza y aceptó la ayuda de un lacayo para bajar. Se colgó con delicadeza del brazo que su tía le ofrecía y entraron juntas.
Le sorprendió que su tía no la regañase por caminar tan a prisa, o por sonreírle al servicio, o por no haberse fijado que ya habían llegado, o por tantas otras cosas que hacía de manera inconsciente.
Subió apenas un par de peldaños para subir a su habitación y cambiarse de ropa, cuando regresó a dónde su tía le daba órdenes al servicio sobre cosas que quizá carecían de importancia y se acercó a ella.
—Gracias —susurró envolviéndola en un fuerte abrazo para después subir corriendo las escaleras.
No hubo regaño.
Ese día en particular, su alegría habitual la había abandonado casi por completo, y no era para menos. Si era una fecha difícil para todos, para ella era mucho peor.
—Yo sé que tú lo entiendes bien —acarició el brillante pelaje negro del gato —, ¿también estás triste?