ANDREA
La cama cede bajo su peso. Su aliento húmedo choca con la sangre goteante del escote. Las heridas ya no palpitan dolorosas. Ahora todo duele y nada lo hace. Es como si no sintiera nada, como si no valiera la pena hacerlo. La fricción de las sábanas contra mi espalda sudada es tan incómoda como la opresión creciente del pecho. El nudo de mi garganta sigue revolviéndose inquieto mientras su cercanía tensa más la cuerda que parece haber abrazado mi cuello.
Mi mente ha dejado de gritar. Los incendios siguen arrasando con cualquier pensamiento cuerdo. Huracanes de sangre y ceniza revolotean aquí y allá. Pequeñas corrientes de azufre ondean en el viento. Las calles se vacían, mi cuerpo con ellas. Los lamentos quedan silenciados por una canción de cuna que armoniza en las esquinas. Una suave caricia que intenta tranquilizarme.
«¿Dónde estás?» El susurro resuena en mi cabeza, en cada pequeño rincón escondido. En cada luz sin encender; en toda la oscuridad abrumadora. «¿Dónde estás, pequeña?» No sé si es la voz de mi madre, porque suena más joven de lo que recuerdo. Pero quizás es parte de la locura transitoria. ¿Me estoy volviendo loca? El dolor me está matando y la repulsión acabando con mis cabales.
La voz sigue tarareando una canción que quiere sonarme pero no termino de ubicar. «Sigue mi voz» susurra otra vez mientras una nueva herida se forma en mi pecho. La sangre vuelve a brotar. Mi cuerpo responde retorciéndose bajo su peso imponente y su brutal violencia. «¿Dónde estás, Andrea? Ven conmigo, cariño. Aquí estás a salvo». Quizás es la desesperación, quizás la falta de cordura o puede que un rayo de consciencia entendiera quién me hablaba. Así que la seguí. Seguí la voz mientras su abdomen martilleaba contra mi entrepierna. Seguí su voz mientras sus manos lijaban mi piel. Seguí su voz cuando sentí que ya no podía más. Fue entonces, en ese momento de locura absoluta, de demencia, cuando la vi. Allí, reflejada en un espejo plantado en mitad de la oscuridad. Era yo. No. Sí. No lo sabía.
Al principio el espejo solo me devolvió el reflejo demacrado de mi estado actual. Poco a poco las heridas desaparecieron, mi pelo anaranjado se acortó tornándose de un azabache tan intenso que se fundía con el fondo. Las lágrimas desaparecieron de mis mejillas y el reflejo cobró vida, alargando una mano que sobresalía del espejo hacia mí. «Aquí estás a salvo». Ella era la dueña de la voz que no me dejaba sola. ¿Era mi subconsciente?
«No puedo más», susurré temiendo que mis rodillas cedieran y callera en aquel suelo negro que parecía querer tragarme. «Lo sé, aquí estás a salvo, Drea». Por una extraña razón, el diminutivo no me causó rechazo, estaba dicho con... ¿amor? Lo sentí. Sentí que era sincera. Que ahí estaría a salvo. Cogí su mano y di un paso hacia el espejo. Sus brazos me rodearon y sentí que a ese recóndito lugar imaginario jamás llegarían mis demonios. Claro que todo fue un vil espejismo.
Unos dientes afilados asomaron del otro lado. Era como si estuviera encerrada con mi reflejo. ¿Qué estaba pasando? Las garras del ser oscuro intentaron romper el espejo, pero con una sola mirada de mi compañera, el monstruo palideció y retrocedió un par de pasos. No desapareció. Se agazapó entre las sombras, sabiendo que en algún momento tendría que salir y cuando lo hiciera estaría preparado para acabar con todo. Conmigo.
Caí de rodillas, abrazada a mi propio cuerpo. Aunque sus brazos seguían a mi alrededor, seguía sintiéndolo todo. Seguía escuchando la voz demacrada en mi oído, las embestidas tan violentas que temía que me fracturara algún hueso. Por mucho que mi mente no siguiera allí, mi cuerpo seguía sufriendo. Supongo que fue esa idea horrible lo que me hizo encogerme y la alarma se encendió en los ojos de la morena que tenía en frente. Fueron sus manos a ambos lados de la cara, las que me ayudaron a alzar la cabeza. Sus facciones eran demasiado familiares, su toque muy real. La conocía, estaba segura.
—Joder.
Un gemido atroz resonó en la oscuridad, intentando traspasar la barrera del espejo, pero igual que el demonio, no pudo lograrlo. Vi cómo su cuerpo se tensaba en demasía, casi pareciera que ella era el escudo en si. Si es que tal cosa tuviera sentido. Estábamos en una especie de burbuja segura, tan nuestra que nadie más podía atravesarla. Esa fue su señal.
«Todo va a estar bien. Vas a estar bien». Su mirada estaba clavada en la mía, cuando la claridad de sus ojos desapareció, el negro lo oscureció todo y el dolor abandonó mi cuerpo. Ya no sentía la sangre gotear en mi pecho, pero sí veía nuevas marcas sanguinolentas en el suyo. No tenía lágrimas en los ojos, ahora corrían por su piel. La sensación de opresión desapareció y sus ojos se cerraron con fuerza. Dejó un beso en mi frente y dio un paso atrás, quedando ella fuera del espejo de espaldas al demonio y al grito que seguía revoloteando por la estancia. «Aquí estás a salvo», repitió con la esperanza de que el mensaje calara de verdad en mí. Lo hizo. El dolor desapareció y se llevó con él la densa nube oscura que había nublado mis sentidos. Entonces lo entendí. La vi. La reconocí.
Un escalofrío de puro terror recorrió mi cuerpo. La sonrisa tranquilizadora que tiró del extremo de sus labios desapareció cuando la hilera de dientes que esperaba en algún rincón de la oscuridad se lanzó contra ella, arrastrándola a la oscuridad infinita.
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Editado: 29.10.2024