En toda la extensión del mundo no hay mejor caballero. Ni más valiente, ni más generoso, ni cortés, ni agraciado (1)
París, 30 de diciembre de 1207
Guillaume caminaba por la casa de los Montfort, cuando sin querer se detuvo un momento en una de las ventanas. Despertó más temprano de lo habitual, y a pesar del sueño, ya no podía dormir. Las campanas de las primeras misas habían sonado, y supuso que ya se dignaría a aparecer en una de ellas. Lo único que le causaban esas malditas campanas, con el perdón de Dios por pensar de esa horrenda manera, era dolor de cabeza. Las campanas de Saint-Martin y Saint-Merry se habían puesto de acuerdo para arruinarle la vida, felizmente la de Notre-Dame seguía en reconstrucción y no tenía campana. Esa de seguro sería mucho peor.
Afuera el frío había menguado, y la tormenta que no había parado desde la nochebuena parecía que jamás hubiese sucedido. Nunca había tenido una Navidad tan aburrida, y eso que se suponía que la casa de su protector se caracterizaba por las fiestas entretenidas. Sería quizá porque la tormenta allá afuera penetró en todos los rincones de la casa, porque varios de los invitados se quedaron en el camino, y porque Simón de Montfort había enfermado.
Amaury tampoco era lo que podríamos describir como un buen anfitrión, y no sabía controlar los asuntos de la familia sin su padre cerca. Aunque solía ayudarlo con eso, Guillaume no estuvo de humor. Tal vez necesitaba estar un poco más ebrio para soportar el frío y las fiestas, o tal vez era que estaba harto de que todos en esa casa creyeran que por ser de Provenza se hacía de forma inmediata experto en fiestas y en baile. Bueno, él sí que sabía de música y baile, pero no por eso tenía que hacerse cargo de las fiestas de los Montfort, ni que fuera una dama.
Tampoco iba a engañarse, no era solo eso. Se trataba del asunto de su padre y su pronto retorno a Saissac. Es que en serio no podría creerse que después de años de recibir de él apenas notas de saludos y de indicarle cuánto dinero le estaba mandando, de pronto al viejo se le antojara soltarle una mierda para arruinarle la calma.
No, Bernard de Saissac no era ese tipo. Le habían cambiado al viejo, era su única explicación. ¿Qué rayos le importaba a él la ruta de viaje de su padre? Nada, pero en su carta anunciando su llegada fue bastante explícito diciendo todos los lugares que visitaría. Ah, y no conforme con eso, le mandó un fragmento de una profecía antigua de la que jamás había oído. ¿Qué esperaba que hiciera con eso? ¿En serio? ¿Una profecía así de la nada? Lo peor era que lo había leído tantas veces que recordaba cada una de las palabras.
"Y entonces los mares se levantarán, y el cielo clamará. Porque el secreto guardado por todos los dioses será puesto en boca de los humanos. Las rocas cantarán, y el mundo, la vida y la grandeza será de quien lo revele. Y cuando llegue ese momento el secreto será la esperanza de un nuevo mundo".
Le parecía todo tan místico que le causaba cierta impresión y rechazo a la vez. Hacía años que Guillaume tuvo una extraña ceremonia de investidura como caballero de la que no entendió la mitad. Lo único que sabía era que todos en el mediodía estaban locos, y que un día de esos los quemaban por herejes. Había una orden de caballeros de la que él formaba parte, eso lo sabía. Una especie de asociación de gente a la que no conocía. Tampoco sabía bien qué hacían o de qué servía ser parte de eso, nunca le importó mucho. Lo único que le quedó claro en su ceremonia de investidura fue que algo cuidaban, nada más.
Con ese fragmento de la extraña profecía ya no sabía qué pensar. No quería una estupidez mística, odiaba pensarlo. Quería algo real y tangible, posible de demostrarse. Pero lo que más le intrigaba era que al final de la carta de su padre decía "Profecía confirmada por Sybille de Montpellier este año".
Para empezar, ¿quién rayos era esa? De seguro que una de esas viejas brujas, una hereje que decía tener el don de la profecía. Tonterías nada más. Solo esperaba que aquel secreto no tuviera el poder de afectar su vida, la de nadie en realidad. Luego se dijo lo tonto que era al pensar en algo como eso. Si era un gran secreto claro que tenía el poder de afectar a mucha gente.
—Señor. —De pronto escuchó la voz de su paje y giró a verlo. Con la novedad de la llegada de su padre, sin duda él era el más emocionado por volver—. Os solicitan afuera.
—¿Qué sucede?
—El señor Amaury, quiere entrenar o algo así mencionó. No habló claro, estaba... Ehh... Ebrio.
—Para variar —dijo Guillaume sin tomarle mucha importancia—. Iré al rato, ese Amaury cree que puede jugar a la guerra todo el día. Ya puedes irte, Arnald.
—Si, señor. —El joven dio apenas unos cuantos pasos, pero él lo retuvo. Recordó que tenía algo que decirle.
—Espera —dijo sin voltear a mirarlo, una vez más con la vista perdida en la ciudad cubierta de blanco—. ¿Cómo es Béziers, Arnald?
—Pues es muy hermoso señor. Una villa magnífica llena de gente valerosa. Hay un bonito río cerca con varios riachuelos, tiene un clima estupendo.
—Además de damas hermosas, por lo que cuentas.
—Si, señor, muy hermosas. Pero, ¿a qué viene todo esto?
—No lo sé, quizá estoy pensando en ir a buscar a tu dama encantadora —dijo bromista a sabiendas que le molestaba—, o quizá solo lo pregunté porque se me ocurrió.
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Editado: 08.09.2022