La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 39: Pagana

Todo lo que es verdad, 

sea quien sea quien lo haya dicho, 

tiene su origen en el espíritu (1)

 

El padre Abel estaba preocupado. Consciente de que él y su iglesia no tenían influencia suficiente en Lastours, sabía bien que poco podía hacer para solucionar aquello. Pero aun así pensaba que tenía que intentarlo. Por supuesto que el señor Peyre Roger le diría algo como que "no se dedicaba a asuntos domésticos", así solía llamarle a cualquier otra cosa que no fuera de su incumbencia. Para el señor aquello no era un caso de vida o muerte, no ponía en riesgo la seguridad de Cabaret. ¡Ah! ¿Por qué algunos caballeros tenían que ser tan brutos? No veían más allá, no lograban entender que una amenaza no solo eran los hombres de armas del vecino, las amenazas espirituales eran igual de peligrosas. E incluso peor, pues ponían en riesgo la salvación eterna.

Como fuera, Peyre Roger no iba a ayudarlo en nada. Hasta pensó en quejarse con el señor de Saissac, de seguro que este aceptaría comentar sus inquietudes con el de Cabaret. Al menos así estarían a mano, ¿no? Se la había pasado arriesgando su alma con esas traducciones herejes, lo mínimo que podía hacer Guillaume era retribuirle con algún favor que valiera la pena.

Él sí lo entendería, sabía que Guillaume tenía una inteligencia distinta al promedio de caballeros. A él le quedaría muy claro que no podían tolerar a una pagana diabólica en Cabaret. Y no, esa vez no se refería a Miriam. Ella, por más que le pesara admitirlo, creía en Dios todopoderoso a su retorcida y herética manera. Pero la otra... No. A ella no la podía tolerar.

Por esos días llegó a Cabaret una verdadera pagana. O al menos eso decían. Siempre estaba rondando el mercado vendiendo yerbas aromáticas. En Cabaret eran demasiado tolerantes para su propio bien, así que nadie hizo preguntas y poco les interesó si la mujer era albigense, cristiana o quizá judía, solo la dejaron estar.

El asunto tomó importancia cuando una joven dama se acercó a ella para comprar unas yerbas. Los rumores decían que la mujer le leyó la suerte. Al principio la dama estuvo muy asustada, pero luego recordó todo lo que la mujer le dijo y la fascinación la hizo caer en pecado. Empezó a contarle a todas sus amistades lo que pasó en el mercado, y cuando el padre Abel se dio cuenta en Cabaret sabían que esa mujer leía la suerte. Muchas damas sintieron curiosidad y se acercaron.

Era intolerable. Decidió averiguar más de ella para saber a qué se enfrentaba, y solo le quedó la seguridad de que tenía que ser expulsada de Lastours. Apenas hablaba el idioma, le decían egipcia, pero Abel no pensaba que lo fuera. Era una pagana que ni siquiera creía en Dios, sino que había conservado la fe en los dioses falsos a los que se adoraba antes de la cristiandad. Ese era un mal difícil de erradicar, se dijo Abel. Los simples que vivían en lo profundo de los valles más alejados siempre creían en sandeces, y no había iglesia que los enderezara. De seguro, pensó, esa mujer venía de una zona muy alejada de Languedoc y llegó con sus creencias ridículas a alborotar a las cristianas de Cabaret.

Por supuesto que la primera idea que tuvo fue pedirle a su señora Bruna que interviniera para expulsar a aquella mujer, pero considerando que estuvo mal de salud y que aún seguía delicada, prefirió no molestarla con esos asuntos. Hasta que esa condenada mujer se atrevió a pasar cerca de su iglesia, y además dejar sus porquerías por ahí. No, eso ya era el colmo, no podía permitir que las cosas siguieran así. A la iglesia no le faltaría el respeto, y se iba a encargar de ponerla en su sitio. Es decir, fuera de Cabaret.

Sin dudarlo más decidió ir a ver a Bruna. Había pasado la hora del almuerzo, y la halló dando instrucciones para la cena. Al menos sintió alivio al notarla mejor, ya hasta caminaba con normalidad. Fue triste verla tan decaída y lastimada en la fiesta de San Juan, pero también la alegraba volver a encontrarla en acción. Ella, al notar su presencia, sonrió animada. Despidió a sus sirvientes, y se acercó de inmediato a verlo.

—Padre Abel, que gusto veros aquí. Disculpadme, estuve muy ocupada atendiendo ciertos asuntos y no pude recibiros como alguien en vuestra posición merece.

—Oh, no lo lamentéis, mi señora. Entiendo que las labores domésticas son importantes, y vos siempre hacéis un excelente trabajo. Soy yo quien no quiere molestaros.

—Jamás me molestáis, padre. Contadme, ¿es que sucede algo?

—Sí, y me temo que no es un asunto muy agradable —añadió. Se tomó un momento para explicar de forma muy breve lo que estaba pasando, y le calmó ver a Bruna tan indignada como él. Eso era un buen indicio.

—Hicisteis bien en venir a mí, padre —dijo ella, disgustada—. Es inconcebible que las personas deseen conocer su destino, ¡algo que solo le pertenece a Dios! Eso sin duda es asunto del maligno, y no podemos tolerar que el pecado tome este lugar.

—Desde luego —contestó él con la misma firmeza—. Por eso vine aquí, espero que podáis ayudarme.

—Bueno, sabéis que no tengo la potestad para ordenar que expulsen a una mujer por "nada" —dijo con disgusto—. Para ellos es "nada" que una pagana venda sus porquerías. También sé que mi marido es un hombre muy ocupado y no desea ser perturbado con este tipo de asuntos. Si la mujer no ha cometido ningún crimen, entonces no querrán hacerle nada. ¿Pero sabéis cómo podemos arreglarlo? Ella tiene que incomodar a la señora.




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