le baja más fácilmente.
—Entonces, ¿qué quieres de mí?
—¿Cómo sabes que quiero algo?
—Porque nadie viene aquí a charlar —dice, sentándose en el brazo del sofá—. Y si hubiera sido por algo de Kate, ya me lo habrías dicho.
—Es sobre Kate. Por ahí va la cosa. —Aprieto los recortes de periódico en la mano de mi hermano; ellos lo explicarán mejor que yo. Los ojea y después me mira directamente a los ojos. Los suyos son como la más pálida sombra de plata, tan sorprendentes que, a veces, cuando mira fijamente, se puede olvidar completamente lo que se va a decir.
—No te metas con el sistema, Anna —dice amargamente—. Todos tenemos nuestro papel. Kate es la Mártir. Yo soy la Causa Perdida. Y tú, tú eres la Pacificadora.
Piensa que me conoce, pero eso ocurre también en sentido contrario. Y, cuando sobrevienen problemas, Jesse es un incondicional. Lo miro fijamente a los ojos.
—¿Quién lo dice?
Jesse está de acuerdo con esperarme en el aparcamiento. Es una de las pocas veces que recuerdo que hace algo que le diga que haga. Doy una vuelta hacia la fachada frontal del edificio, que tiene dos gárgolas custodiando la entrada.
La oficina del abogado Campbell Alexander se encuentra en el tercer piso. Las paredes están revestidas con madera de color de abrigo de piel de yegua, y cuando pongo un pie en la fina alfombra oriental, mis zapatillas se hunden unos milímetros. La secretaria lleva zapatos negros tan brillantes que puedo ver mi cara en ellos. Echo un vistazo a mis vaqueros y a las Kas que me pinté la semana pasada con los rotuladores mágicos cuando estaba aburrida.
La secretaria tiene la piel perfecta, las cejas perfectas y boquita de piñón, y está utilizándola para chillar de un modo asesino y criminal a quienquiera que esté al otro lado del teléfono.
—No puede esperar que yo le diga eso a un juez. Sólo porque usted no quiere escuchar a Kleman despotricar y delirar no quiere decir que yo tenga que… No, en realidad, ese aumento fue por el trabajo excepcional que hago y las gilipolleces que aguanto constantemente cada día, y, de hecho, cuando estamos…
Sostiene el auricular del teléfono lejos de la oreja; puedo distinguir la desconexión.
—Bastardo —murmura, y parece darse cuenta de que estoy a un metro de distancia—. ¿Puedo ayudarla?
Me mira de pies a cabeza, situándome en una escala general de primeras impresiones, y me encuentra seriamente necesitada. Levanto la barbilla y pretendo ser más distante de lo que soy en realidad.
—Tengo una cita con el señor Alexander. A las cuatro.
—Su voz —dice—. En el teléfono no sonaba tan…
—¿Joven?
Sonríe con incomodidad.
—Nosotros no tratamos casos juveniles, como regla. Si quiere puedo ofrecerle los nombres de abogados en ejercicio que…
Respiro profundamente.
—En realidad —interrumpo— se equivoca. Smith contra Whately, los Edmund contra el Hospital de Mujeres y Niños, y Jerome contra la Diócesis de Providencia todos ellos tienen litigantes por debajo de los dieciocho años. Los tres casos fueron de clientes del señor Alexander. Y sólo hablo del año pasado.
La secretaria me guiña un ojo. Luego una lenta sonrisa asoma en su cara, como si hubiera decidido que después de todo puede que le guste.
—Déjeme pensarlo, ¿por qué no espera en la sala? —sugiere y se pone de pie para mostrarme el camino.
Incluso si dedicara cada minuto del resto de mi vida a leer, no creo que pudiera arreglármelas con el número de palabras almacenadas arriba y abajo en las paredes de la oficina del señor Campbell Alexander. Hago la cuenta —si hay 400 palabras o algo así en cada página, y cada uno de esos libros de leyes tiene 400 páginas, y hay veinte en un estante y seis estanterías por librería—, resultan nueve millones de palabras, y eso es sólo una parte de toda la habitación.
Estoy sola en una oficina lo suficientemente grande para notar que el escritorio está tan limpio que se podría jugar a fútbol chino en el tintero, que no hay una sola fotografía de una esposa, ni de un niño, ni de él mismo, y de que, a pesar de que la habitación está impecable, hay un recipiente con agua en el suelo.
Me encuentro buscando explicaciones. Es una piscina para un ejército de hormigas. Es algún tipo de humidificador primitivo. Es un espejismo.
Estoy casi convencida de lo último y me estoy inclinando para tocarlo para ver si es real, cuando la puerta se abre de repente. Prácticamente casi me caigo de la silla y eso me pone frente a frente con un pastor alemán, que me lanza una mirada, va hacia el recipiente y comienza a beber.
Campbell Alexander también entra. Tiene el cabello negro y es por lo menos tan alto como mi padre —uno ochenta y cinco—, con una mandíbula angulosa y ojos de mirada gélida. Se quita la chaqueta con un encogimiento de hombros y la coloca delicadamente detrás de la puerta, luego tira de un expediente para sacarlo del estante antes de moverse hasta el escritorio. No toma contacto visual conmigo pero empieza a hablar de todos modos.
—No quiero ninguna galleta de niña exploradora —dice Campbell Alexander—. Aunque obtengas puntos Brownie por tenacidad. Ja.
Se ríe de su propia broma.
—No vendo nada.
Me echa un vistazo de curiosidad, luego aprieta un botón en el teléfono.
—Kerri —dice cuando la secretaria contesta—, ¿qué está haciendo esto en mi oficina?
—Estoy aquí para contratarle —digo.
El abogado suelta el botón del intercomunicador.
—No lo creo.
—Ni siquiera sabe si tengo un caso.
Doy un paso atrás; el perro hace lo mismo. Por primera vez me doy cuenta de que tiene puesta una de esas camisetas con una cruz roja, como un San Bernardo que lleva ron en lo alto de una montaña nevada. Automáticamente me inclino para acariciarle.
—No —dice Campbell Alexander—.
Juez
es un perro de asistencia.
Mi mano regresa a su lugar.
—Pero usted no es ciego.
—Gracias por decírmelo.
—Entonces, ¿cuál es su problema?
En el mismo instante en que lo digo querría no haberlo hecho. ¿No había visto a cientos de personas maleducadas preguntarle lo mismo a Kate?
—Tengo un pulmón metálico —dice Campbell Alexander bruscamente— y el perro cuida de que no me acerque demasiado a los imanes. Ahora, si me hace el enorme favor de irse, mi secretaria puede encontrar para usted el nombre de alguien que…
Pero no puedo irme todavía.
—¿Usted realmente demanda a Dios? —Saco todos los recortes de periódicos, los aliso sobre el escritorio desnudo.
Un músculo hace un tic en su mejilla y luego levanta el artículo de arriba del todo.
—Demandé a la Diócesis de Providencia en nombre de un niño de uno de sus orfanatos que necesitaba un tratamiento experimental que incluía tejido fetal, lo que sintieron que violaba las órdenes del Concilio Vaticano II. No obstante, queda mucho mejor como titular poner que un niño de nueve años está demandando a Dios por el corto final que ponía a su vida. —Lo miro fijamente—. Dylan Jerome —admite el abogado— quería demandar a Dios por no cuidarle lo suficiente.
Un arco iris podría también rajar el escritorio de caoba por el medio.
—Señor Alexander —digo—, mi hermana tiene leucemia.
—Siento oír eso. Pero ni aunque estuviera ansioso por litigar contra Dios de nuevo, cosa que no es así, no puedes traer una demanda en nombre de otro.
Hay demasiadas cosas que explicar —mi propia sangre filtrándose en las venas de mi hermana, las enfermeras sosteniéndome boca abajo para sacarme células blancas que Kate podría necesitar, el médico diciendo que no extrajeron lo suficiente la primera vez. Los hematomas y el profundo dolor de huesos después de donar médula, los disparos que echaban chispas para que mis células madre se multiplicaran para que hubiera extra para mi hermana. El hecho de que yo no estoy enferma, pero que también podría estarlo. El hecho de que la única razón por la que nací fue una plantación de cultivo para Kate. El hecho de que, incluso ahora, la más importante decisión sobre mí está siendo tomada, y nadie se molesta en preguntarle a la persona que más merece dar su opinión.
Hay mucho que explicar y por eso lo hago lo mejor que puedo.
—No es Dios, son mis padres —digo—. Quiero demandarlos por los derechos sobre mi propio cuerpo.
C AMPBELL
Cuando lo único que tienes es un martillo, todas las cosas se asemejan a un clavo.
Eso es algo que mi padre, el primer Campbell Alexander, solía decir. Es algo que, en mi opinión, es la piedra angular del sistema de justicia civil americano. Simplemente poned a dos personas que hayan dado marcha atrás hacia un rincón y harán lo que sea para pelear por volver al centro de nuevo. Para algunos, eso significa darse de hostias. Para otros, significa entablar un juicio. Por eso estoy especialmente agradecido.
En la periferia de mi escritorio, Kerri ha organizado los mensajes como me gusta: los urgentes, escritos en post-its verdes; los menos apremiantes, en amarillos, alineados en dos pulcras columnas. Un número de teléfono me llama la atención, frunzo el ceño, cambiando un post-it verde a la columna de los amarillos. «¡Su madre ha llamado cuatro veces!». Ha escrito Kerri. Pensándolo bien, rompo el post-it por la mitad y lo mando a la basura.
La niña sentada frente a mí espera una respuesta, que aplazo deliberadamente. Como cualquier otro adolescente del planeta dice que quiere demandar a sus padres. Pero ella quiere demandarlos por los derechos sobre su propio cuerpo. Es exactamente la clase de caso que evito como si fuera la peste negra: requiere demasiado esfuerzo y cuidar del cliente como de un niño. Me levanto echándole un vistazo.
—¿Cuál dijo que era su nombre?
—No lo dije. —Se sienta un poco más erguida—. Es Anna Fitzgerald.
Abro la puerta y grito a mi secretaria:
—¡Kerri! ¿Puedes conseguir el número de planificación familiar para la señorita Fitzgerald?
—¿Qué? —Cuando me doy la vuelta está de pie—. ¿Planificación familiar?
—Mire, Anna, he aquí un consejillo. Ir a juicio porque sus padres no quieren que tome píldoras anticonceptivas o que vaya a una clínica en la que se practican abortos es como usar una ametralladora para matar un mosquito. Puede ahorrarse el dinero con el que me pagaría, yendo a planificación familiar; ellos disponen de mejores herramientas para hacerse cargo de su problema.
Por primera vez desde que entré a mi despacho la miro realmente. La furia brilla a su alrededor como electricidad.
—Mi hermana se está muriendo y mi madre quiere que le done uno de mis riñones —dice con vehemencia—. Por alguna razón no creo que un puñado de condones gratis pueda hacerse cargo de eso.
¿Sabéis cómo, de vez en cuando, hay un momento en el que la propia vida se alarga delante de ti como un camino que se bifurca, y, aunque elijas el camino valiente, tus ojos permanecen en el otro todo el tiempo, con la certeza de que estás cometiendo un error? Kerri se aproxima, sosteniendo una tira de papel con el número que le he pedido, pero cierro la puerta sin cogerlo y vuelvo a mi escritorio.
—Nadie puede obligarte a donar un órgano si no quieres hacerlo.
—¡No me diga! —Se inclina hacia adelante, contando con los dedos—. La primera vez que le di algo a mi hermana fue sangre de la médula y yo era una recién nacida. Ella tiene leucemia, LAP, y mis células la ponen en remisión. La vez siguiente, ella sufrió una recaída, yo tenía cinco y me extrajeron linfocitos, tres veces, porque los médicos nunca parecían sacar los suficientes de una sola vez. Cuando dejaron de funcionar, me sacaron médula ósea para un trasplante. Cuando Kate tuvo infecciones, tuve que donar granulocitos. Cuando tuvo otra recaída, tuve que donar células madre de la sangre periférica.
El vocabulario médico de esa chica humillaría a algunos de los expertos que contrato. Saco un bloc de notas del cajón.
—Obviamente, tú has estado de acuerdo con ser donante para tu hermana hasta ahora.
Ella duda y luego sacude la cabeza.
—Nadie me lo preguntó nunca.
—¿Le has dicho a tus padres que no quieres donar el riñón?
—No me escuchan.
—Quizá sí, si se lo dijeras.
Mira hacia abajo y el pelo le cubre la cara.
—No me prestan atención en realidad, excepto cuando necesitan mi sangre o algo así. Ni siquiera estaría viva si no fuera porque Kate está enferma.
Un heredero y un repuesto: ésa es una costumbre que me retrotrae a mis ancestros de Inglaterra. Suena cruel —tener el hijo siguiente por si acaso el primero muriera—, pero habrá sido especialmente práctico alguna vez. Ser una ocurrencia tardía puede que no le agrade mucho a esta niña, pero la verdad es que de vez en cuando los niños son concebidos por las razones menos admirables: para salvar un matrimonio, para mantener vivo el nombre de la familia, para modelarlos a imagen de los padres.
—Me tuvieron para que pudiera cuidar de Kate —explica—. Fueron a médicos especialistas y eligieron el embrión que concordara a la perfección genéticamente.
Había cursos de ética en la facultad de derecho, pero eran considerados o bien como un apéndice o bien como una contradicción, y casi siempre pasaba de ellos. Sin embargo, cualquiera que ponga habitualmente la CNN conocería las controversias acerca de las investigaciones con células madre. Bebés con partes de repuesto, niños de diseño, la ciencia del mañana para salvar a los niños de hoy.
Golpeo con el lápiz el escritorio y
Juez
, mi perro, se me acerca.
—¿Qué pasa si no le das el riñón a tu hermana?
—Morirá.
—¿Y estás de acuerdo con eso?
La boca de Anna se convierte en una línea fina.
—Estoy aquí, ¿no?
—Sí, lo estás. Sólo estoy tratando de hacerme una idea de qué es lo que hace que quieras dar un paso atrás después de tanto tiempo.
Mira por encima de mí a las estanterías.
—Porque —dice simplemente— no acabará nunca.
De repente algo le viene a la memoria. Busca en su bolsillo y pone un fajo de billetes arrugados y monedas sobre mi escritorio.
—Tampoco tiene que preocuparse por que le pague. Hay 136,87 dólares. Sé que no es suficiente pero me las ingeniaré para conseguir más.
—Mis honorarios son de doscientos la hora.
—¿Dólares?
—La calderilla no entra por la ranura del cajero automático —digo.
—Tal vez podría pasear a su perro o algo así.
—A los perros de asistencia los pasean sus dueños. —Me encogí de hombros—. Pero ya encontraremos la forma.
—No puede ser mi abogado gratis.
—Bien, entonces, puedes sacarle brillo al pomo de la puerta. —No es que sea un hombre particularmente caritativo, pero más que lo legal en sí, este caso es un golazo: ella no quiere donar un riñón; ningún juzgado en sus cabales la forzaría a entregar su riñón; no tengo ninguna investigación legislativa que hacer; los padres cederán antes de ir a juicio y eso será todo. Además, el caso generará un montón de publicidad para mí y aumentaré mi trabajo pro bono para toda la maldita década.
—Llenaré una petición de expediente para ti en el juzgado de familia: emancipación legal por propósitos médicos —dije.
—¿Y luego qué?
—Habrá una audiencia, y el juez citará un tutor ad litem [1] , que es…
—… una persona entrenada para trabajar con los niños en los juzgados de familia, es quien determina qué es lo mejor para el interés de los niños —recita Anna—. O, en otras palabras, otro adulto más decidiendo lo que me pasa.
—Bueno, ésa es la forma en la que trabaja la ley, y no puedes evitarlo. Pero ese tutor, teóricamente, sólo cuida de ti, y no de tu hermana ni de tus padres.
Me ve sacar el bloc y garabatear un par de notas.
—¿No te molesta que tu nombre esté al revés?
—¿Qué? —Dejo de escribir y la miro fijamente.
—Campbell Alexander. Tu apellido es un nombre y tu nombre, un apellido. —Hace una pausa—. O una sopa.
—¿Y eso qué tiene que ver con tu caso?
—Nada —admite Anna—, excepto que fue bastante mala la decisión que tus padres tomaron por ti.
Me estiro sobre el escritorio para alcanzarle una tarjeta.
—Si tienes alguna pregunta, llámame.
La toma y recorre con los dedos las letras en relieve de mi nombre. Mi nombre al revés. Por el amor de Dios. Luego se apoya sobre el escritorio, coge el bloc y arranca una página. Toma prestado mi lápiz, escribe algo y me lo entrega. Echo un vistazo a la nota:
Anna 555-3211
—Por si tú tienes alguna pregunta —dice.
Cuando salgo a recepción, Anna se ha ido y Kerri está sentada a su escritorio. Hay un catálogo abierto encima de él.
—¿Sabías que usaban esas bolsas de lona de L. L. Bean para cargar hielo?
—Sí. —Y vodka y Bloody Mary. Servido en cepitas, desde el chalet hasta la playa, cada sábado por la mañana. Lo que me recuerda que mi madre ha llamado.
Kerri tiene una tía que se gana la vida como médium, y, de vez en cuando, esa predisposición genética asoma en su cabeza. O puede ser que, como hace tanto tiempo que trabaja para mí, conoce la mayoría de mis secretos.
—Dice que tu padre se ha ido con una joven de diecisiete años y que la palabra
discreción
no está en su vocabulario y que ella misma irá a ingresarse en Los Pinos a menos que la llames… —Kerri echa un vistazo—. Uy…
—¿Cuántas veces ha amenazado con hacerlo esta semana?
—Todavía estamos por debajo del promedio. —Me inclino sobre el escritorio y cierro el catálogo—. Hora de ganarse el sueldo, señorita Donatelli.
—¿Qué sucede?
—Esa chica, Anna Fitzgerald…
—¿La de planificación familiar?
—No exactamente —digo—. La representaremos. Necesito dictar una petición de emancipación médica, para que la presentes al juzgado de familia mañana.
—¡Qué dices! ¿La vas a representar?
Me pongo la mano sobre el corazón.
—Me hiere que tengas tan bajo concepto de mí.
—En realidad estaba pensando en su cartera. ¿Sus padres lo saben?
—Lo sabrán mañana.
—¿Eres idiota?
—¿Perdón?
Kerri sacude la cabeza.
—¿Dónde vivirá?
El comentario me paraliza. De hecho, ni siquiera lo he considerado. Pero una chica que trae un caso contra sus padres no estará particularmente cómoda residiendo bajo el mismo techo cuando las cartas estén echadas.
De repente,
Juez
está a mi lado, empujándome el muslo con su nariz. Sacudo la cabeza, enojado. La ocasión lo es todo.
—Dame quince minutos —le digo a Kerri—. Te llamaré cuando esté listo.
—Campbell —presiona Kerri, implacable—, no puedes esperar que una niña se las arregle sola.
Vuelvo a mi despacho.
Juez
me sigue, deteniéndose justo en el umbral.
—No es mi problema —digo y luego cierro la puerta, la bloqueo y espero.
S ARA
1990
El hematoma tiene el tamaño y la forma de un trébol de cuatro hojas y se encuentra entre los omóplatos de Kate. Jesse es el que lo descubre, cuando están los dos en la bañera.
—Mami —pregunta—, ¿eso significa que tiene suerte?
Trato de borrarlo primero, creyendo que es suciedad, sin éxito. El sujeto del escrutinio —Kate, dos años— me mira con su mirada azul de porcelana.
—¿Duele? —le pregunto y ella sacude la cabeza.
En algún lugar del vestíbulo, detrás de mí, Brian me está contando cómo le fue durante el día. Huele ligeramente a humo.
—Entonces el muchacho compró una caja de puros caros —dice— y los aseguró contra incendios por 15 000 dólares. La próxima cosa que se sabe es que la compañía de seguros presenta una demanda, alegando que los puros fueron perdidos en una serie de pequeños incendios.
—¿Se los fumó? —digo, enjuagándole el jabón de la cabeza a Jesse.
Brian se apoya en el umbral de la puerta.
—Sí. Pero el juez dictaminó que la compañía garantizó los puros como asegurables contra incendios, sin definir incendio aceptable.
—Oye, Kate, ¿duele ahora? —dice Jesse y presiona el pulgar con fuerza contra el hematoma en la columna vertebral de su hermana.
Kate aúlla, se tambalea y derrama agua de la bañera sobre mí. La saco del agua, hábil como un pez, y se la paso a Brian. Las pálidas cabezas rubias se inclinan juntas, son un conjunto a juego. Jesse se parece más a mí, flaco, moreno, cerebral. Brian dice que así es como nuestra familia está completa: cada uno de nosotros tiene un clon.
—Sal de esa bañera en este instante —le digo a Jesse.
Él se levanta —un niño de cuatro años chorreando como una presa— y se las arregla para salir como si navegara por el ancho borde de la bañera. Se da un fuerte golpe en la rodilla y rompe a llorar.
Envuelvo a Jesse con una toalla, tranquilizándolo mientras trato de continuar la conversación con mi marido. Éste es el lenguaje del matrimonio: código Morse, puntuado con baños y cenas e historias de antes de dormir.
—Entonces ¿a quién llamaste a declarar? —le pregunto a Brian—. ¿Al acusado?
—Al demandante. La compañía de seguros desembolsó el dinero y le hicieron arrestar por veinticuatro cargos por incendio. Yo tuve que ser su experto en la materia.
Brian, un bombero de profesión, puede caminar en una estructura ennegrecida y encontrar el lugar en el que comenzaron las llamas: una colilla de puro carbonizada, un cable expuesto. Todo holocausto comienza con una brasa. Sólo tenéis que saber qué buscar.
—El juez rechazó el caso, ¿no?
—El juez le sentenció a veinticuatro condenas consecutivas de un año —dice Brian. Baja a Kate al suelo y empieza a ponerle el pijama por la cabeza.
En mi vida anterior fui abogada civil. En algún momento creía verdaderamente que eso era lo que quería ser, pero eso fue antes de recibir un puñado de violetas machacadas de manos de un niño. Antes de que entendiera que la sonrisa de un niño es un tatuaje: arte indeleble.
Eso enloquece a mi hermana Suzanne. Es una genia de las finanzas que arrasó el tope que le imponía el Bank of Boston y, de acuerdo con ella, soy un desperdicio de evolución cerebral. Pero creo que la mitad de la batalla es descubrir qué es lo que funciona para ti, y yo soy mucho mejor siendo madre de lo que lo hubiera sido como abogada. A veces me pregunto si soy sólo yo o si hay otras mujeres que descubrieron lo que se suponía que tenían que ser sin ir a ningún lado.
Levanto la vista de Jesse, que se está secando, y encuentro que Brian me mira fijamente:
—¿No lo echas de menos? —pregunta tranquilamente.
Froto a nuestro hijo con la toalla y le beso en la coronilla.
—Como echaría de menos un conducto radicular —digo.
Cuando me levanté a la mañana siguiente, Brian ya había salido a trabajar. Él está de servicio dos días, luego dos noches y luego está libre durante los cuatro días siguientes antes de que se repita el ciclo. Echando un vistazo al reloj me doy cuenta de que he dormido hasta pasadas las nueve. Más asombroso aún es que mis niños no me hayan despertado. Bajo las escaleras corriendo en salto de cama y me encuentro con Jesse jugando en el suelo con los bloques.
—Ya he desayunado —me informa—. He hecho desayuno para ti también.
Seguramente hay cereales desparramados por toda la mesa de la cocina y una silla espantosamente colocada debajo del armario que contiene los cereales. Un rastro de leche va desde la nevera hasta la taza.
—¿Dónde está Kate?
—Durmiendo —dice Jesse—; intenté sacudirla y todo.
Mis niños son un reloj despertador natural; la idea de Kate durmiendo tan tarde me recuerda que ha estado sorbiéndose la nariz últimamente y me pregunto si es por eso que estaba tan cansada anoche. Subo la escalera, llamándola en voz alta. En su dormitorio se vuelve hacia mí, emergiendo desde la oscuridad para enfocar mi rostro.
—¡Arriba y a brillar! —Subo las persianas, dejo que el sol se desborde por las sábanas. La siento y le froto la espalda—. Vamos a vestirte —digo y le quito el pijama por la cabeza.
Trepando por su columna, como una línea de pequeñas joyas azules, hay un hilo de hematomas.
—Anemia, ¿verdad? —pregunto al pediatra.
El doctor Wayne retira el estetoscopio del delgado pecho de Kate y le quita la falda rosa.
—Puede ser un virus. Quisiera extraerle un poco de sangre y hacerle algunas pruebas.
Jesse, que ha estado pacientemente jugando con un GI Joe sin cabeza, se anima con la noticia.
—¿Sabes cómo se saca sangre, Kate?
—¿Con lápices de colores?
—Con agujas. Unas muy grandes y largas que se te meten como un disparo…
—Jesse —le advierto.
—¿Disparos? —chilla Kate—. ¡Ay! ¿Eso duele?
Mi hija, que confía en mí cuando le digo que puede cruzar la calle, cuando le corto la carne en pedacitos y cuando la protejo de todo tipo de cosas horribles como perros grandes, la oscuridad y los petardos estrepitosos, me mira fijamente con gran expectación.
—Sólo una pequeña —prometo.
Cuando la enfermera pediátrica viene con su bandeja, la jeringa, las probetas y la goma para el torniquete, Kate comienza a gritar. Respiro en profundidad.
—Kate, mírame. —Llora haciendo burbujas entre pequeños hipidos—. Sólo será un pinchazo pequeñito.
—Mentirosa —susurra Jesse por lo bajo.
Kate se relaja sólo lo mínimo. La enfermera la tumba en la camilla y me pide que la sujete por los hombros. Miro la aguja cuando rompe la blanca piel de su brazo; oigo un grito repentino, pero no fluye la sangre.
—Lo siento, cariño —dice la enfermera—. Tendré que intentarlo de nuevo.
Quita la aguja y pincha a Kate otra vez, que aúlla todavía más fuerte.
Kate lucha dignamente durante el primer y segundo tubo de ensayo. Para el tercero, se ha debilitado completamente. No sé qué es peor.
Esperamos los resultados de los análisis de sangre. Jesse está echado boca abajo en la moqueta de la sala de espera, cogiendo quién sabe qué clase de gérmenes de todos los niños enfermos que pasan por esa consulta. Lo que quiero es que el pediatra salga, me diga que me lleve a Kate a casa, le haga tomar mucho zumo de naranja y agite una receta de ceclor frente a nosotros como una varita mágica.
Pasa una hora antes de que el doctor Wayne nos llame a su consulta de nuevo.
—Los análisis de Kate son un poco problemáticos —dice—. Especialmente la cantidad de glóbulos blancos. Es mucho más baja de lo normal.
—¿Qué significa eso? —En ese momento me maldigo a mí misma por ir a la facultad de derecho y no a la de medicina. Trato incluso de recordar qué es lo que hacen los glóbulos blancos.
—Puede que tenga algún tipo de deficiencia autoinmune. O puede tratarse sólo de un error de laboratorio. —Le toca el cabello a Kate—. Creo que, sólo como medida preventiva, los enviaré a un hematólogo del hospital para que repita tas pruebas.
Estoy pensando «debe de estar bromeando». Pero en lugar de decir eso, miro mi mano moverse por su propia voluntad para tomar el papel que me ofrece el doctor Wayne. No es una receta, como esperaba, sino un nombre: Ileana Farquad, Hospital de Providence, Hematología/Oncología.
—Oncología. —Sacudo la cabeza—. Pero eso es cáncer. —Espero que el doctor Wayne me asegure que es solamente una parte del título de la médica, que me explique que el laboratorio de sangre y la sala de oncología simplemente comparten un espacio físico y nada más.
No lo hace.
El recepcionista del parque de bomberos me dice que Brian está en una llamada médica. Que se ha ido con el camión de rescate hace veinte minutos. Dudo y miro a Kate, que se ha desplomado en uno de los asientos de plástico de la sala de espera del hospital. Una llamada médica.
Pienso que hay encrucijadas en nuestras vidas cuando tomamos decisiones tremendas y radicales sin darnos siquiera cuenta. Como ojear los titulares del periódico en un semáforo en rojo, por lo que nos perdemos la furgoneta picara que se salta la línea de tráfico y causa un accidente. Entrar en una cafetería por un antojo y conocer al hombre con el que algún día te casarás, mientras rebusca monedas frente al mostrador. O ésta: dándole instrucciones a tu esposo para que se encuentre contigo, mientras durante horas has estado convenciéndote de que no es nada importante en absoluto.
—Llámale por la radio —digo—. Dile que estamos en el hospital.
Es una tranquilidad tener a Brian a mi lado, como si fuéramos un par de centinelas, una doble línea de defensa. Hemos estado en el Hospital de Providence durante tres horas, y cada minuto que pasa se me hace más difícil hacerme creer a mí misma que el doctor Wayne cometió un error. Jesse está dormido en la silla de plástico. Kate ha sido sometida a otra traumática extracción de sangre y rayos equis porque he mencionado que tiene un resfriado.
—Cinco meses —dice Brian cuidadosamente al residente sentado frente a él con una carpeta en la mano. Luego me mira—. ¿No fue entonces cuando empezó a levantar la cabeza?
—Creo que sí. —Ahora el doctor nos ha preguntado desde qué ropa teníamos puesta el día que la concebimos hasta cuándo pudo agarrar una cuchara.
—¿Su primera palabra? —pregunta.
Brian sonríe.
—Papá.
—Quiero decir cuándo.
—Oh. —Frunce el ceño—. Creo que fue a los comienzos del primer año.
—Perdone —digo—. ¿Puede decirme qué importa todo esto?
—Es historial médico, señora Fitzgerald. Queremos saber todo lo que podamos sobre su hija para entender qué problema tiene.
—¿Señor y señora Fitzgerald? —Una mujer joven con una bata de laboratorio se acerca—. Soy hematóloga. La doctora Farquad quiere que compruebe el nivel de coagulación de Kate.
Al oír su nombre, Kate parpadea en mi regazo. Echa una mirada al guardapolvo blanco y desliza los brazos en los bolsillos de su