-Daia, ven por favor- suplicó el muchacho tirado en el suelo; varias lágrimas surcaban su rostro, pero intentaba mantener el control- Daia, por favor.
Daia cargaba los sacos de trigo llevándolos al granero cuando escuchó el llamado de su hermano mayor, Val. No se escuchaba desesperado o asustado, pero aun así la chica tiró las bolsas y corrió hacia la casa con el corazón en la boca y lo encontró en el suelo con las piernas torcidas y el bastón a unos cuantos centímetros de su brazo derecho.
-¿Qué sucedió?- preguntó ella mientras lo tomaba de los brazos y lo ayudaba a levantarse. Sujetándolo por las axilas, lo arrastró hasta el raído sofá de la sala, donde lo recostó pesadamente y lo cubrió con una gruesa y vieja cobija de lana gris. Val seguía llorando en silencio y sólo se detuvo cuando su hermana colocó el bastón a un lado del sofá y volvió a preguntarle con más severidad- ¿Qué sucedió?
-Tropecé.
-¿Te duelen las piernas?
-Mucho.
No hacía mucho tiempo, después de la muerte de sus padres, Val había sido víctima de un brutal ataque por parte de unos bandidos locales. Le lastimaron tanto las piernas que ahora las tenía casi inútiles. No podía caminar distancias largas solo y cada vez que lo intentaba caía y el dolor se volvía insoportable; la salud del chico era precaria, muy difícil de mantener; por lo que Daia siempre cuidaba de él, desde muy pequeña. Lo quería, era la única familia que le quedaba en el mundo y lo protegía de cualquier peligro.
Y en ese mundo, el peligro acechaba por el día y por la noche.
-¿Por qué te levantaste?- preguntó ella poniendo la mano en su frente; estaba caliente, quebrantado.
-Quería alcanzar una toalla húmeda, creo que tengo fiebre.
-Debiste llamar- contestó ella humedeciendo una toalla no tan blanca en un balde con agua. Lo exprimió y cuando fue a colocársela en la frente, protestó.
-Yo lo hago- la respuesta de su hermana fue un ceño fruncido y la desobediencia- No soy completamente inútil, Daia, puedo utilizar los brazos.
Daia no cedió y después de colocar el trapo mojado sobre su frente, se dirigió a la cocina a preparar la cena; el sol empezaría a ocultarse pronto.
De vez en cuando dejó su tarea para remojar nuevamente el trapo y volver a colocarlo en la cabeza de su hermano. Cuando se dio cuenta, Val se había quedado dormido.
Fue entonces cuando decidió quitarse la capucha de la capa y el fenómeno salió a la luz. Sus cabellos entre ondulados y lisos ondearon en el aire por un segundo antes de caer libres sobre sus hombros donde contrastaban con la tela marrón de la capa. Con la mano derecha colocó uno de sus peculiares mechones turquesa detrás de la oreja y suspiró antes de seguir cociendo un caldo de verduras en una de las ollas; mientras tanto, observaba como el cielo se pintaba de anaranjado y despedía al sol. El sol dorado le decía adiós al cielo. El sol dorado.
Dorado como el trigo.
Como los sacos de trigo que había dejado a medio camino, tirados en el suelo.
Y el granero abierto.
Se golpeó con la palma de la mano en la frente con tanta fuerza que se mareó un poco y salió corriendo de la casa en busca de los sacos repletos de trigo que había olvidado a mitad de camino.
Ya no estaban.
Volvió a golpearse la frente con la mano.
Corrió nuevamente hacia la casa y buscó un cuchillo de cocina con mango de madera, Val estaba medio despierto y preguntó qué sucedía, pero ella no contestó. Se dirigió al granero con la pequeña esperanza de que el ladrón que les había quitado los sacos de trigo no hubiese notado las puertas abiertas de la vieja y despintada construcción.
La pesada puerta estaba recostada, todavía abierta. Había dos muchachos dentro, uno de ellos tenía una caja de madera pequeña, el granero estaba casi completamente vacío.
-Es la chica- murmuró el que cargaba la caja, notando su presencia. Daia entró a la habitación sosteniendo el cuchillo muy fuertemente. Le estaban robando y no iba a permitirlo.
-Váyanse- advirtió temblando de rabia.
El chico que tenía las manos libres rió y sacó una navaja de uno de sus bolsillos. La hoja medía más o menos unos diez centímetros de largo. No muy amenazador, a decir verdad.
Daia iba a volver a hablar, pero sintió que alguien la empujaba con fuerza y cayó al suelo. Al volver la vista notó que otro chico esperaba en la puerta y la miraba con una extraña mezcla a la que estaba extrañamente acostumbrada: asco y superioridad.
Editado: 02.11.2019