El invierno había llegado a Roma, envolviendo la ciudad en un silencio contemplativo. Las calles, una vez llenas del bullicio de la vida cotidiana, ahora estaban tranquilas, como si la propia ciudad estuviera en duelo por Emilia. En su apartamento, donde cada objeto recordaba a Alejandro, Emilia se enfrentaba a sus días más difíciles.
La enfermedad había avanzado, robándole poco a poco su energía y su luz. A pesar de la debilidad que la consumía, Emilia se aferraba a los momentos de lucidez, a las mañanas en las que podía mirar por la ventana y ver el mundo que pronto dejaría atrás. Sus amigos seguían visitándola, pero las visitas se habían vuelto más silenciosas, más sombrías.
Alejandro, después de recibir la noticia de la condición de Emilia, se encontraba en un avión cruzando cielos y mares, llevando consigo la urgencia de un corazón que necesitaba despedirse. Recordaba cada sonrisa, cada caricia, cada palabra de amor que habían compartido. Ahora, esas memorias eran lo único que le quedaba.
Al llegar a Roma, Alejandro se dirigió directamente al apartamento de Emilia. La puerta se abrió, y allí estaba ella, una sombra de la mujer que había sido, pero aún así hermosa a sus ojos. Emilia lo miró con una mezcla de sorpresa y gratitud, sabiendo que él había venido a decir adiós.
Los días que siguieron fueron un regalo inesperado. Hablaban poco, pero en el silencio compartido, había un lenguaje más profundo que las palabras. Alejandro le leía poemas, algunos de los cuales ella había escrito, otros que hablaban de amor eterno y despedidas.
Cuando Emilia finalmente cerró los ojos, lo hizo con la serenidad de quien ha sido profundamente amado. Alejandro, sentado a su lado, sosteniendo su mano, sintió cómo una parte de él se iba con ella. La despedida había sido en silencio, pero el amor que habían compartido resonaría a través del tiempo.