El silencio reinaba en el interior del palacio. En la segunda planta, saliendo del ala este, Atena caminaba descalza. Con un vestido ligero y unos zapatos medio escondidos por si la atrapaban.
Por su papel en la corte, si alguien la veía, se podía hacer la tonta y decir que buscaba un vaso de agua. Su captor solo la sermonearía con la idea de que no debería andar descalza.
Una vez alcanzada la parte baja, se dirigió al sentido contrario de la puerta, pasando por el comedor y las escaleras para la cocina y el ala de la servidumbre. En la parte de atrás del castillo, se encontraba la puerta azul, que utilizaban los sirvientes para acceder con mayor rapidez a las cuadras y a los almacenes de comida fresca, como las frutas recién recogidas en la propiedad.
A esa hora ningún criado se encontraba despierto. Faltaban cuatro horas para que la vida en el palacio volviera a cobrar vida y Erik, su padre, siempre la citaba ahí.
Detrás del establo de las yeguas, se encontraba el general esperando por su hija.
Apoyado contra la cuadra de Lena, la yegua de dos años de hija. Le estaba acariciando el lomo y dándole un par de zanahorias. El caballo, al escuchar a su dueña, movió las orejas y giró su cabeza.
- Llegas tarde- Su padre le había inculcado la puntualidad y la obediencia a su superior. Atena tenia los mismos valores que cualquiera de los soldados del general.
- Padre, por que la citación con tanta urgencia?- la muchacha no era tonta. Su educación se basó en la importancia del análisis del enemigo. Sabía que algo pasaba.
- No tardarás mucho en salir a la luz- a su padre le había costado pronunciar esas palabras, pero siguiendo su educación, las decía como general a un soldado, no como un padre a una hija.
- Mi general, cuando llegue el momento, cumpliré mi promesa
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Lo que más le gustaba a Atena, además de los maravillosos jardines, era la biblioteca del palacio. Pasaba en esa habitación la mayor parte del día. Por la mañana, su instructor le enseñaba cosas básicas para el que sería su puesto en el castillo. Cuando era niña, las lecciones eran básicas, solo para ser, lo que su Majestad definía como una “señorita de corte”.
Según avanzaron los años, y viendo la buena relación de la joven con la corte y el heredero, se le permitió estudiar más allá de historia o letras. Atena aprendió geografía, matemáticas o política. Tenía una facilidad escalofriante para los idiomas, tanto, que desde los 10 años, era una de las traductoras e intérpretes de más confianza del rey.
A los 15 años, hablando seis idiomas esenciales para los comercios del reino, y otros tres de países con posibles tratados, Atena empezó a ser educada para no solo ser la consorte, sino ser la mano del rey. Su consejera. Independientemente de la misión de la joven, el cargo que ahora le pertenecía a su padre, era suyo por herencia.
Su padre se encargó de prepararla para tomar el puesto: estrategias de comercio, de batalla, pactos de paz, seguridad del reino. Atena había aprendido incluso más de lo que alguna vez aplicaría en la realidad; estaba criada tanto para la guerra como para la paz.
La verdad es que la joven apreciaba esos momentos con su padre. Su progenitor era el único que nunca la había señalado por ser distinta. Orión siempre la había visto enfermiza, como si con un simple abrazo la pudiera romper, y la trataba como una dama de porcelana de la corte.
Los reyes eran otra historia, desde que la reina había descubierto la verdad sobre la albina, había cambiado su trato hacia la niña: no solo le mostraba respeto y miedo, sino que la favorecía más que al resto de posibles consortes del palacio.
Las jóvenes de su edad siempre la habían apartado por sus ojos. El gris las intimidaba y aunque era una ventaja, de niña se había sentido un poco sola.
Se había refugiado en la biblioteca. Su padre le tenía secuestradas las noches y parte de las tardes desde que había nacido, por lo que el resto del día se lo pasaba o con la reina o aprendiendo.
Atena ansiaba saber que iba a pasar con su vida. Solo tenía algo claro: su misión. El resto estaba en manos de su padre. Al final él tenía la palabra sobre quien será su pareja o mismo su puesto en la corte. El rey, como era su amigo, le había permitido rechazar una posible alianza entre las familias.
Desde que Orión había empezado a prepararse para el trono, ya no era común ver a los dos jóvenes. De vez en cuando, el heredo buscaba a su amiga en los lugares donde siempre estaban cuando eran niños, sin saber que la joven acompañaba muchas tardes a su padre para aprender de él. Cuando la encontraba, con ella avisada de antemano, el heredero solía hablar con ella sobre los temas del reino; Orión sabía que Atena era una de las mejores estrategas que había entrenado el reino, tanto, que los soldados la respetaban como una más de ellos.
La primera vez que Atena entró a la arena de entrenamiento por el día, fue cuando ella tenía 12 años. Los primeros minutos solo fueron para acompañar a su padre por unos mapas para una reunión con el rey. Los soldados había parado el entrenamiento a la vez que la joven les pasaba por el lado, para dirigirse a las oficinas al fondo del recinto.
Los hombres, fieros guerreros experimentados, habían quedado anonadados con la hija de su general. Al principio, el miedo inicial había sido el de hacerle daño. A esa edad, la joven era menuda, con grandes vestidos que la hacían ver más pequeña. Solía ir siempre acompañada por alguna dama sirviente que le llevara una sombrilla, porque su pálida piel padecía si se exponía mucho al sol. El primer instinto de esos hombres, había sido parar para evitar hacer daño a la joven.