Presente
Sus dedos se movían rápidamente en el teclado. Aprovechó las pocas horas de luz que parecía tener por la incansable tormenta para seguir trabajando. Sus vecinos, por otra parte, parecía no importarles mucho la situación. Idara, por ejemplo, se ponía a interpretar piezas con el violín. Francisco, el vecino del quinto, dos plantas más arriba de él, reacomodaba la organización de todo su piso. O Daniela, la cual aprovechaba la oscuridad pensando que las paredes se volvían insonorizadas.
Dejó caer todo su peso en la silla, echándose unas gotas de suero para hidratar sus ojos y poder seguir otro rato sin desviar la mirada en la pantalla.
Su vida era monótona. Se levantaba, si pudo dormir, sobre las siete de la mañana. Trabajaba hasta las ocho programando su propio videojuego, cenaba cualquier cosa precocinada o con pocos procesos, se daba una ducha rápida y volvía a dormir. Durante el trabajo paraba alguna que otra vez para descansar, comer o ir en busca de más comida si fuese necesario.
Pocas veces se paraba a pensar el porqué de cualquier cosa que no fuese él o algo relacionado con él. Su filosofía era simple: si le afectaba, le importaba. Si se salía de esa filosofía, no quería saber nada. Pasaba de largo, incluso si era alguna situación de emergencia.
Para contradecirse, desde anoche, tras la inoportuna visita, no pudo dejar de pensar en su vecino. Tenía su cara retenida en alguna zona inaccesible de sus recuerdos que, cada vez que intentaba revelarlo, se volvía más borroso y dudoso. Por una parte, quería pensar que tenía una cara muy común, que podía haber visto una similar en el supermercado, en las noticias o en cualquier película cutre que solía ponerse para poder dormir. Pero esa hipótesis no tenía la consistencia que sus impulsos le gritaban hacer. Fueron las pocas veces que tuvo la necesidad de abrazar a una persona y preguntarle por su vida y anoche fue una.
Con un poco de suerte, se lo cruzaría una de las pocas veces que salía o se pasaría por su casa al ver la puerta abierta mientras limpiaba o volvía a pedirle cualquier cosa como pilas, sal o vinagre. Quizás, con el paso del tiempo, su mente desbloquearía ese recuerdo tan buen guardado o lo asociaría a cualquier cara anónima que haya visto de refilón en cualquier lado. Ambas opciones eran válidas para poder dejarlo tranquilo.
Paró abruptamente de teclear cuando un característico color se coló por las rendidas de ventilación. Aquel olor con el que se despertaba algunas mañanas, indescriptible como un olor único, pero reconocible aunque tuvieras la nariz taponada. Le llevó meses reconocer todos esos matices y olores que se mezclaban hasta crear solo uno: pino, sudor, alcohol, humedad y flores.
Abrió la puerta lentamente, intentando no emitir ningún sonido. Caminaba pegándose a las puertas de sus vecinos, olisqueándolas, buscando al culpable. Tendría respuestas después de meses, años. No aceptaría cualquier excusa o posibles casualidades. No existían. No era un olor normal como el de los cítricos o confundir la lavanda con el jazmín. Era un manojo de olores distintos entre sí, que luchaban por hacerse notar entre el resto.
Se quedó quieto mirando a la puerta que desprendía el olor. La puerta C. La misma puerta en la que vio a su nuevo vecino Benjamín meterse aquella noche. El mismo vecino con cara corriente que le hacía dudar de sus propios recuerdos al no recordar exactamente donde lo llegó a ver.
Tomó aire en varias ocasiones. Buscando una agradable forma de encararle. ¿Debería entrar en su casa para evitar que le cerrase la puerta en la cara? ¿Tendría que exigirle explicaciones antes de poner contexto? ¿Podría ponerse violento si no le aclaraba nada?
—¿Estás intentando socializar? —comentó de forma burlesca.
Alonso giró la cabeza. Cerca de las escaleras, a la altura de su puerta, se encontraba Idara. Llevaba su pelo rizado recogido en una cola alta, la cara lavada y ropa cómoda. Se había cruzado tantas veces con ellas que aseguraría no haber llegado de la calle o de hacer deporte. Tampoco vendría a chismear, como ella solía decir, ya que odiaba a todas las personas de esa planta. A todas menos a él.
—¿A qué vienes? —fue brusco y claro. No quería bromas, saludos ni sonrisas falsas. Necesitaba información, no amiguismos.
—Al perecer a lo mismo que tú. —Miró unos segundos la muerta marrón del 3C—. ¿Podemos hablar en tu casa? Creo que tengo algo que te puede interesar.
Suspiró pesado, buscando lo que hacer. Ya lo tenía localizado, con un poco de suerte volvería a salir ese olor de su casa. Si su charla se alargaba y el olor no volvía a parecer, siempre podía pasar y, en una charla improvisada, podía sacarle el tema.
Volvió con el mismo ritmo con el que salió de casa. Abrió y se adelantó, dejando que Idara cerrarse la puerta. Sacó de la nevera dos cervezas y se sentó en el sofá. La chica se acercó lentamente, sentándose en uno de los pocos muebles que adornaba la casa.
Ambos se mantuvieron unos segundos en silencio. Idara buscaba la mejor forma de empezar la conversación. No hablaba mucho con Alonso, apenas solían dirigirse la palabra las pocas veces que se veían. Sin embargo, entre ellos parecía haber una química que daba miedo. Hablaban con fluidez y comodidad, como si se tratase de dos muy buenos amigos que no se habían visto en veinte años. Incluso si para ella, que trabajaba de cara al público, era una actitud normal, para Alonso no lo era.
Alonso era un chico bajito y ancho, de pelo castaño y largo. Tenía la nariz aguileña y los labios pequeños. Sus ojos verdes, adornados por unas gafas rectangulares, no solía mostrar alguna emoción o algún brillo. Solía ser borde y directo. No le importaba nada ni nadie. Si tenía que decir algo desagradable, lo hacía. Si tenía que exigir algo, aunque solo le beneficiase a él, lo hacía. Por esa misma razón solía resultar desagradable al resto de vecinos, y por ello intentaba no socializar.