Maia había despertado aquella mañana gracias a la alarma de su papá, podía escucharla desde el segundo piso e incluso cuando tapó su rostro con la almohada para amortiguar el sonido no lograba entender como el hombre no escuchaba la irritable canción.
Se levantó de mal humor para abrir la puerta de la habitación de su papá, movió varias veces el hombro de él hasta que se despertó y solo bastó una mirada para que se apagara la alarma.
Maia era la menor de tres hermanos, su hermana mayor, Ana se había ido de la casa hace ya diez años con su hija y su pareja. Y su hermano, David, bueno, ella no sabía nada de David hacia ya cuatro años.
Ella recordaba como desde pequeña vivía haciendo actividades fuera de la escuela con tal de no estar en su casa y oír las peleas de su hermano y su madre. Tenía apenas nueve años cuando fue consciente de que había un problema con su hermano y no entendió el problema hasta que cumplió quince años: su hermano era drogadicto; jamás había querido ayuda de nadie y a pesar de que su papá se desvivía por él, David jamás parecía notarlo.
David había sido quien desapareció su caballete y lienzos cuando ella tenía once, había desaparecido su teclado y ni hablar de los dólares que le habían regalado a Maia cuando cumplió quince. Pero sabía como hacer que ella lo perdonara: solo tenía que llorar y decir que necesitaba ayuda, solo tenía que de decirle lo difícil que era estar a solas con su mente y culpar a su madre de todas las desgracias para que la pecosa dejara su enojo.
Hasta que ella cumplió dieciocho y en una de las tantas peleas que David tenía con su madre tuvo la brillante idea de intervenir, recibiendo así varios golpes de su hermano. Talvez ese fue el “click” que recibieron sus padres para hacer que toda la ansiedad y temor de su hija se esfumara. Lo echaron por el bienestar de la salud mental de todos.
Algunos creían que Álvaro González y Ana Leroy eran desalmados por echar a su hijo con problemas de adicción, pero solo ellos dos y Maia vivían el huracán nocturno de no poder dormir ante el mínimo golpe que se escuchaba en los pasillos cuando David vivía en aquella casa.
Maia desde pequeña hacia muchas actividades con tal de no estar allí y su más grande pasión era el arte. Pintaba las paredes de su cuarto, servilletas, recibos de la luz y hojas que se encontraba sueltas. Se le hacía fácil que su mente volara cuando agarraba colores o un pincel y talvez por eso estudiaba diseño. También iba a clases de piano los lunes y miércoles, tres horas.
Su madre solía repetirle que tenía una vos de ángel y que no debía reprimirse a subir covers a su perfil privado de Instagram, pero ella solo creía que lo decía para no pinchar su autoestima.
Desde pequeña había sido muy independiente y a pesar de aún vivir con sus papás gracias a la situación económica de su país, ella trabajaba para pagar sus gastos universitarios, clases de piano y gustos por su propia cuenta.
Jamás le preguntaban por qué no conocía a mucha gente que realmente estuviese interesada en conocerla. Pero su mayor sueño era tener una cafetería propia donde hacía sus propias galletas y tartas, con libros y plantas en un ventanal.
Eran las ocho de la mañana cuando su papá salió de su casa, Álvaro era abogado. Su mamá, Ana era maestra en la Universidad.
Se quedó mirando un punto fijo de la mesa mientras masticaba galletas con chispas de chocolate debatiendo internamente si valía la pena ir a la universidad aquel día. Todavía no terminaba el cuadro que tenía que presentar para un parcial, estaba medio fresco y encima estaba en su período, ¿valía la pena salir de su comodidad por un futuro mejor?
Soltó un quejido y apoyó su mejilla contra el cristal de la mesa, definitivamente no valía la pena. Así que buscó su frazada de polar para tirarse en el sillón, desacomodando los almohadones y agarró el control de la televisión.
Agradecía que era miércoles, que no tenía que ir a trabajar. Ni siquiera tenía intenciones de ir a sus clases de piano, no quería moverse de su casa, no quería comer o tomar agua, tampoco quería existir y la pregunta de: ¿Qué se sentirá ser una plata? La invadió.
Cerca del mediodía decidió meterse en el baño de la habitación de sus papás, llenando la bañera con agua hirviendo y usando las espumas de su mamá para hundirse allí mirando los azulejos claros de la pared y el techo.
“¿Y si me corto el pelo?”
Fue aquel pensamiento poco racional el que logró que saliera de la bañera, buscando las tijeras en su habitación para ponerse frente al espejo del baño y tras dividir dos mechones de cabello cortó sin medir.
—No, no, no —murmuró mirando el mechón largo que yacía en el suelo y cuando levantó la mirada hacia su reflejo el pelo le quedaba a la altura del hombro.
No le quedó otra e intentó emparejarlo, limpió la evidencia y fingió demencia. Tampoco quiso estar en casa para oír la gastada de su papá o el reto de su madre con el típico “¿por qué no vas al psicólogo en vez de andar tonteando así?” y la idea de su clase de piano le pareció lo más sensato.
Se puso una remera de cuello alto manga larga y negra, con un pantalón de jean un poco acampanado y negro también. Guardó su billetera, el dinero, llaves y sus auriculares para huir de su casa antes de las dos de la tarde, horario donde su mamá volvía de la universidad para almorzar y volver a irse.
Tres cuadras fueron suficientes para arrepentirse por no ponerse una campera, pero ya no podía devolverse porque el colectivo pasaba en tres minutos. Así que inhaló profundamente y esperó los tres minutos más largos de su vida.
Maia siempre creyó que el mundo iba más rápido que ella así que intentaba apurarse lo máximo posible. Si caminaba por la vereda trataba de imitar el paso de los demás, si subía al colectivo intentaba demorarse lo menos posible en pagar, cuando compraba ropa debatía solo dos minutos si llevaba la prenda o no. Jamás se paraba a pensar en las consecuencias o a tomar un respiro y ser consciente de ello.