Un burgués gentil, una gitana atea y resentida, por último, un artesano sin pasado. Eran estos personajes fundamentales de una serie de actos que alteraron el viaje que tenía planeado ya Elisabeth, terminando más desconcertada frente al palacio de la emperatriz, dispuesta a realizar un trabajo presentado como imposible y que desde un comienzo aceptó. La guerra perdida, título dado a un evento en el que se obtuvo la victoria del imperio. Entonces... ¿Cómo se pierde una guerra? No es un objeto, nada tangible que alguien haya puesto en un estante y por descuido de repente desapareció. No, la guerra no era nada que pudiera perderse, pero no llevaba esa palabra por gusto, por capricho de la historiadora que la registró en la lista de hechos pendientes. La única forma en la que un estado como lo es la guerra se pueda perder es que fuera olvidada, sin nada que tuviera la memoria o el conocimiento de cómo pasó o porqué pasó, era como si no hubiera existido desde un comienzo, de esta forma la guerra se perdió.
–Pero este no es del todo el caso con esta guerra.– le dijo una vez Lena a Elisabeth, hace año y medio cuando se tocó el tema en el comedor de las estudiantes, despertándole la curiosidad necesaria para preguntar.– Yo todavía era muy joven cuando viví la etapa de la guerra, la recuerdo. El miedo en las calles, las ciudades que fueron destrozadas, los refugios que los habitantes prepararon, grupos de soldados corriendo por las calles. Sé que la guerra se originó por el asesinato de la emperatriz Katherine y el emperador Anders de parte del imperio de Zoria. Esto resultó con el príncipe Thomas coronado como el emperador, demasiado joven para ocupar el puesto.
–¿Por qué el imperio de Zoria atentaría tan directo contra la vida de nuestros gobernantes?– preguntó Elisabeth, frunciendo el ceño ante esa duda.
–A causa de una disputa que se tuvo sobre varios territorios a lo largo de la frontera este del imperio.
Las dos hablaban en susurros, pareciendo intercambiar secretos, hablando de algo oculto, es que el ambiente suele manipular la manera que hablas, y ese ambiente daba para el secretismo. Estaban en el laberinto de los tomos, apodo dado a la biblioteca del templo, allí se guardaba todos los trabajos escritos que habían realizado las historiadoras del reino de Ofelia, principal dentro del imperio Gladen.
A excepción de la biblioteca y el salón de oración, todas las otras partes de aquella peculiar estructura subterránea contaban con un techo tan bajo que cualquiera con una altura promedio se podía empinar y tocarlo. El laberinto de los tomos era de un tamaño monumental, dividida en etapas por unas escondidas escaleras en dirección hacia abajo que daba al espacio de cavidad indefinida. Estantes de seis metros de alto, encajados a duras penas entre el piso y el techo, una colocación extraña y dispareja de estos y una falta de luz propia hacía de lo más fácil el perderse adentro.
Una de las primeras cosas que se les enseñaba a las niñas al llegar al templo es justamente el andar dentro de los laberintos de los tomos, con lámparas de aceite y en grupos, toma años en enseñarles los símbolos esparcidos por toda la biblioteca indicando la salida y la organización de los estantes. Para cuando se le considera ya lista, la evalúan enviándola sola con su propia lámpara, y le atan una campana en el tobillo en caso de que falle y se pierda. Le encargan la búsqueda el trabajo escrito de una veterana en específico, y la discípula tiene un tiempo límite para encontrarlo y regresar. Lena y Elisabeth eran de las pocas que lo lograron en el primer intento. Por eso recibían con regularidad que se encargaran de acomodar los escritos que eran devueltos luego de un breve alquiler, en ese caso Elisabeth los acomodaba en una parte alta de un estante, con la ayuda de Lena sosteniéndole la escalera.
–Otra cosa es que... ¡Lo siento!– Lena gritó asustada, agarrando la escalera que había soltado hacía poco sin darse cuenta.– Te pudiste haber lastimado, disculpa.
Al sentir el desequilibrio, instantáneamente Elisabeth agarró con fuerza el estante usando la mano desocupada, provocando que la lámpara que colgaba a su lado se sacudiera peligrosamente. No gritó, pero sí apretó la mandíbula con fuerza.
–No hay problema.– le dijo a Lena entre dientes, dejando ver la mentira, lo molesto que le resultó su descuido.
–¿Por qué siempre intentas ocultar tu enfado cuando es evidente que lo estás?– le preguntó Lena.
–No estoy enojada, Lena, tan sólo me asusté.
En la mente de Elisabeth resonó una risa, una risa de burla, una risa infantil, e hizo eco repitiéndose en su cabeza. Cerró los ojos con fuerza, la lámpara balanceándose suavemente, en una inmensa oscuridad, con sólo su pequeño aro de luz chocando contra sus párpados cerrados. Los vellos de la nuca se le erizaron, parecían púas, lo sabía, sabía que vería si volteaba. Si ella se atrevía a voltear, sabía lo que miraría y sin embargo no volteó, lo ignoró, prefería no lidiar con él estando en público o acompañada.
Años después, la multitud la sofocaba, a pesar de que sus compañeras contemporáneas aportaban tratando de mantener la mayor distancia con ella, no era suficiente. Las sacerdotisas veteranas estaban rodeándolas en un semicírculo, acorralándolas para que estuvieran paradas juntas y de pies, mirando en dirección al altar, donde se erguía en la bestia representativa de Igus, una bestia basada en las descripciones que hizo Deliza Ymery, la primera historiadora, en el comienzo del sagrado Wahy. La estatua medía por lo menos unos cuatro metros de altura, construida en su totalidad con barro, todo menos el símbolo de plata que descansaba poco más arriba entre sus dos ojos, era el símbolo del tiempo y el símbolo que representaba a sus servidores en general. A Elisabeth siempre le causó una fuerte impresión negativa aquella estatua, sobre todo por las sobras que se creaban sobre ella gracias a la hilera de altos candeleros, cuyas velas raramente se veían apagadas.
Editado: 15.01.2020