Después de un largo peregrinaje por las consultas de varios doctores, todos coincidieron en el diagnóstico: Clara tenía una enfermedad degenerativa, para la que no había tratamiento. Con una medicación adecuada y una vida más tranquila, podría experimentar alguna mejoría, pero estaba incapacitada para trabajar.
Sus abogados les aconsejaron que expusieran el caso en el tribunal médico, y solicitaran una pensión por incapacidad laboral. Los médicos que la visitaron hicieron sus informes para la solicitud de la pensión, que le fue denegada. Fueron a juicio, aportando todos los informes médicos que confirmaban la enfermedad de Clara. Evidentemente ganaron, pero la Seguridad Social lo recurrió.
Hubo un segundo juicio que se volvió a ganar. Aparte de todos los informes médicos que evidenciaban la enfermedad de Clara, lo que más peso tuvo ante el juez fue que ninguna persona con un negocio rentable, que les permitía tener una vida holgada y hasta con ciertos lujos, lo cerraría para vivir de una magra pensión.
Después de casi dos años de lucha en los tribunales, le concedieron una modesta pensión de invalidez permanente. A pesar de haber perdido poder adquisitivo y tener que adaptarse a un tipo de vida más modesta, sin el peso de la culpabilidad que les causaba depender económicamente de nosotros, empezaron a tomar de nuevo las riendas de sus vidas, y yo recuperé la mía. Aunque a veces les echaba una mano con los niños, al no ser a tiempo completo resultaba gratificante. Llevarlos o recogerlos del colegio y salir de paseo con ellos al parque, ahora más relajada, hacía que disfrutara mucho más de su compañía, malcriándoles un poco, que es lo que toca a los abuelos. Durante un tiempo, fui una abuela atípica, al tener que educarles y corregirles, labor que corresponde a los padres.
Libre del estrés y con un tratamiento adecuado, Clara experimentó una ligera mejoría. También su marido superó la terrible depresión que sufría, y empezó de nuevo, haciendo algún proyecto de obra, pero esta vez a otro ritmo.
Después de un largo periodo de problemas, mi vida entró en una fase más tranquila. Pude finalmente dedicarles más tiempo a mis padres, lo cual me hacía sentir mejor.
Mi padre, a sus ochenta y cinco años, que no los aparentaba, ya que tenía una magnifica genética, andaba bastante perdido en su mente, aunque era un experto en disimularlo. Cuando iba a visitarles, al verme, se le iluminaba la cara de felicidad. Salía a recibirme con los brazos abiertos y me abrazaba. Yo le preguntaba, «¿sabes quién soy?» y él con una sonrisa me respondía, «¿cómo no lo voy a saber?...» Pero no lo sabía porque nunca me decía «Eres mi hija Gloria». Aparte de eso, gozaba de buena salud, nada hacía presagiar su repentina muerte.
Cuando murió mi padre, disponiendo ya de mi tiempo, me llevé a mamá a nuestra casa. A pesar de vivir aún en otro barrio, al estar en la misma localidad, seguía teniendo su mismo médico y no ofreció resistencia. Creo que después de la muerte de papá, no quería seguir viviendo en el piso que habían compartido durante tantos años. Había demasiados recuerdos. Decía que sin papá no sería igual y que se sentiría muy sola. Para entonces Juan ya se había jubilado, y si yo tenía que echarle una mano a Clara o salir con los niños, él se quedaba en casa. Procurábamos no dejarla sola.
Le preparamos una habitación cerca del baño, disponía de un armario para su ropa, zapatos y cosas personales. Tenía también una mesita tipo escritorio, con un pequeño televisor para que viera sus programas favoritos, si Juan estaba viendo documentales o películas que a ella no le gustaban, y un radio, ya que por la noche le gustaba escuchar música, decía que le ayudaba a dormir. En fin, nos volcamos en hacerle la vida lo más agradable posible, pero no fue suficiente para motivarla a seguir viviendo. Un día me dijo:
—Gloria, anoche vino tu padre a verme y me preguntó que cuándo me iba a reunir con él.
—Mamá, ¡cómo va a venir papá a verte!, seguro que fue un sueño.
—No, no fue un sueño. Se sentó a mi lado en la cama y estuvimos hablando, yo le dije que pronto me iría con él. Que mi misión aquí ya había terminado y no tenía ningún sentido retrasar nuestro encuentro.
—No quiero presionarte —me dijo—. Tómate tu tiempo Mientras tú permanezcas aquí, vendré a verte y a hablar contigo cada noche.
—Mamá, seguro que fue un sueño. Además deja que cuide de ti. Durante mucho tiempo no he podido dedicaros tiempo a ti y a papá. Esto me hacía sentir muy culpable, te necesitamos, no nos dejes tú también.
—Nunca os dejaré, aunque no esté aquí físicamente, esté donde esté, siempre estaré con vosotras y os cuidaré desde el más allá. Papá me esperará el tiempo que sea necesario, pero nunca se irá del todo sin mí.
Pensé que la muerte de papá la había trastornado un poco. Aunque aparte de esto, no daba muestras de demencia senil ni pérdida de facultades mentales. Su mente estaba tan lúcida como siempre. Tampoco se la veía triste. Estaba serena, incluso parecía feliz. Creo que estaba preparándose para reunirse con papá. Un día se fue mientras dormía; su muerte fue como su vida, tranquila, apacible, sin hacer ruido. Tan solo había sobrevivido a papá dos meses, creo que no sabía vivir sin él.
Fue duro perder a los dos en tan poco tiempo. Mamá estaba muy enferma, pero tenía un motivo para seguir viviendo: cuidar a papá, que empezaba a tener demencia senil y era muy dependiente. Ella no quería dejarnos esa carga y resistió hasta el final. Pero una vez que papá se fue, su misión había terminado y le siguió en su último viaje. Espero que exista otra vida, y se hayan reencontrado, es lo que ambos deseaban.
Habían pasado toda la vida juntos, eran del mismo pueblo y se conocían desde pequeños El único tiempo que pasaron separados, fueron los dos años que mi padre pasó en el servicio militar en Vilafraca del Penedès. Mi madre siempre decía que lo pasó tan mal y le echó tanto de menos, que cuando volvió y se casaron, juró que nunca más se volverían a separar. Y así fue. Por eso creo que se ha ido, para cumplir su promesa. Esta vez no quería esperar tanto para reunirse con él. Seguro que desde aquí le hizo un guiño diciéndole, “no te preocupes Ignacio, que ya voy”.