Ochenta años después.
Abrí los ojos de golpe al sentir mis costillas contra el barril de madera del apestoso y oscuro sótano en el que llevaba encerrada diez días. Inevitablemente mi camiseta se humedeció con la cerveza que se escapaba de las grietas de la vieja tina, y me permití quejarme en voz alta por primera vez desde que desperté encerrada allí.
Como cada mañana, el águila, que parecía ser la mascota de aquel lugar, picoteó la pared derecha del calabozo al mismo tiempo que gritaba.
En respuesta, el redoble de unas botas en el piso de arriba hizo su camino por encima de mi cabeza hasta bajar las escaleras que daban al zulo, provocando que el aire en mi pecho se estancara por la expectación.
Una vez al día, un hombre bajaba con un pequeño bol de sopa y lo deslizaba rápidamente bajo mi puerta, como si tuviera miedo de donde estaba metiendo la mano, derramando la mitad del contenido.
La otra mitad, era el vaivén, de lo que adiviné las olas, quien se encargaba de verterlo. Así que si había sacado algo en claro era que estaba hambrienta y en alta mar.
Lo único que reconocía de aquel hombre, lo que hacía que supiera que siempre era el mismo, era el tatuaje del ojo negro marcado en su antebrazo.
Intenté escapar. Los primeros días lo intentaba, al menos. Pero la escasez de alimento hizo meya en mí, y llegué al estado actual, en el que no podía casi moverme.
Con la ayuda de los pies me empujé ligeramente lejos del barril, y con la espalda en el suelo, estiré mis brazos por encima de mi cabeza y agarré el cuenco a tientas.
Era más fácil mover solo las partes del cuerpo necesarias. Ahorro de energía, lo llamaba.
Sabía que un día, cuando todos aquellos hediondos hombres que oía cantar cada mañana tuvieran la guardia baja, tendría la oportunidad de escapar de allí.
Siempre todo tenía un momento y un lugar, decía Gea. Así que llevé el cuenco a mis labios y lamí las gotas de caldo que buscaban su camino al suelo.
Rodé sobre mi barriga y lamí, también, el caldo del suelo que aún no había desaparecido entre las láminas de madera podrida, dando gracias por el pequeño charco que había quedado.
Gea, mi abuela materna, fue una mujer sabia y paciente, superviviente del apocalipsis del mundo. Vivió la época de la luz y las primeras décadas de la oscuridad.
Tantas veces me había hablado del principio del Mundo Oscuro que cuando cerraba los ojos sentía las imágenes arremolinarse ante mí, como si yo también hubiera estado allí.
Después del apagón, de que el agua se secara, de que fuera imposible comunicarse, el océano, supuestamente desaparecido, cayó en la tierra con la fuerza de bolas de demolición, secando la vida a su paso y fragmentando el suelo, las regiones, estados, países y continentes hasta dejar el mundo dividido en diminutas islas esparcidas en medio de un océano que, por arte de magia volvió a brotar del núcleo terrestre a las pocas semanas de morir millones de persona de sed, calor y hambre.
El agua dulce nunca volvió a resurgir, al menos no la bebible, así que los ingenieros supervivientes a la catástrofe reutilizaron una fórmula para convertir el agua salada en agua potable mediante la ebullición y la evaporación.
Resultó funcionar de un modo muy lento, así que, aunque todo el mundo robó los materiales necesarios de las improvisadas destilerías de agua y se abasteció de líquido para no morir, no era suficiente para la higiene personal. Cosa que Gea creía era fundamental.
Lo más curioso de todo es que el alcohol nunca desapareció, y según algunas habladurías que se oían en el silencio de la noche, en Igál, la ciudad del norte, se encargaban de que siguiera siendo así.
Se podría decir que comíamos, pero abuela decía que aquello no era comer.
El terreno era mayormente árido y seco, con lo cual era extremadamente difícil que brotara nueva vida en medio de las ciudades.
Ciudades que, por otra parte, se limitaban a montones de escombros apilados, calles levantadas y materiales que sirvieron de algo en el antiguo mundo, pero ahora eran chatarra para hacer tejados, abrigos y lechos.
Todo estaba cubierto de una fina ceniza que se adueñaba de los orificios de todo aquel que respirara. La suciedad era parte de la vida en el Mundo Oscuro, a parte de la escasa luz, debido a la falta del sol, las temperaturas neutras y la carencia de brisa en tierra firme.
Según la abuela, el mundo había adquirido un tenso equilibrio ahora. Los días amanecían grises y las noches no podían ser más negras. La tenue luz seguía sin ayudar a un próspero nacimiento de la tierra, pero el vandalismo y las violaciones habían disminuido en algunas zonas y se habían trasladado a las ciudades del norte.