Es impactante estar en la Mansión Höller. Su arquitectura es una mezcla entre lo clásico de la fachada y lo moderno del interior. Cuando subimos las escaleras para llegar a la puerta principal, los guardias anunciaron nuestra presencia por radio para que el mayordomo nos invite a pasar. Caminamos por un corredor amplio, donde el techo estaba muy alto y las paredes decoradas con lienzos que parecían ser los ancestros de la familia dueña de la propiedad. Al llegar a una intersección que dividía el corredor en cuatro caminos, el personal de servicio tomó nuestros abrigos. La puerta del ala sudeste se abrió de par en par y pude ver que varios invitados ya habían llegado. Por la cantidad de personas en el salón creo que éramos los últimos en hacer nuestra entrada. Los primeros en cruzar el umbral fueron Nadia y Gustavo, quienes iban juntos como si fueran una pareja, luego entraron Matthias y Patrick. Caroline ingresó después de voltear a mirarme con una sonrisa y susurrarme: «Fuera nervios, estás hermosa».
Aunque estaba lleno de invitados no podía fijarme en ellos porque fui hipnotizada por los bellos candelabros que colgaban del altísimo techo. Habían acondicionado las mesas para el servicio de cena en el extremo izquierdo del salón y a la derecha, cerca de la puerta, estaba acondicionada una zona de bar y la pista de baile.
Al mirar a Marianne me percaté que todos nos observaban. No entendía el motivo por el que todos en el salón estaban pendientes de nosotras. «Quizás miran el escote en mi espalda», pensé y me sentí apenada. Marianne notó el rubor en mis mejillas, tomó la mano que puse en su brazo con un tierno gesto y movió la cabeza como si estuviera negando el motivo que me había imaginado.
Todos volteamos a ver hacia la entrada de un pasadizo que conectaba el salón con el interior de la mansión. Él estaba ahí, como en mi sueño. Ahora podía ver su rostro. Era tan guapo, tanto que no era creíble que existiera un hombre así. Me gustaba cómo se veía con ese traje, el moño ayudaba a que su rostro se viera más bello de lo que ya era, y me gustaba cómo me miraba.
«Es él, no temas. Por él es que te envié. ¡Dale alcance!», escuché en mi cabeza y comencé a caminar hacia él tan rápido como podía con los tacones altos. Cuando ya estábamos al alcance uno del otro, solté el vanite. Él deslizó su mano derecha por mi nuca, sujetando mi cabeza, y con la izquierda me tomó de la cintura, yo atiné a poner mis manos sobre su pecho. Acercó su cara a la mía, me miró con esos ojos dorados que me decían tantas cosas bellas, y sin esperar mucho puso sus labios sobre los mío. Ese fue mi primer beso.
Sentía cómo su deseo aplacaba mi pudor y abrí un poco la boca para que su lengua jugara con la mía. El beso era fuerte, sensual, pero a la vez suave… eran sus labios los que prodigaban un toque sedoso al beso. Mi mano derecha estaba sobre su corazón y sentía sus latidos a una intensidad que no creía que fuera posible. Mi mano izquierda la deslicé por su pecho hasta tocar con mis yemas su mentón. Creo que ese roce le gustó porque apretó más mi cintura, haciendo que la parte baja de mi cuerpo se pegue más al suyo, mientras que su mano en mi nuca retrocedía a la vez que empujaba su cabeza para quedar en una posición inclinada. No quería que parara, pero cuando sentí un bulto rozando mi falda caí en la cuenta de que debíamos hacerlo antes de que la situación se nos escapara de las manos. Suavemente hice presión en su pecho para alejarlo. Se percató de que quería parar, y sin terminar el beso movió mi cuerpo para que esté derecha pegada a él. Cuando dejó mi boca pegó su frente a la mía, abrí los ojos y noté que aún los suyos estaban cerrados. Respiraba agitado y una sonrisa ligera se dibujaba en sus labios. Su mano que estaba en mi nuca bajó rozando delicadamente mi espalda con sus dedos hasta apoyarse en mi cintura. Ese roce me hizo temblar, y a él le gustó sentir mi temblor porque su sonrisa se marcó con un toque de deseo. Cuando abrió los ojos noté que el dorado que relucía en ellos desapareció y ahora eran de un azul intenso. «Stefan, ese es el nombre de tu amado», resonó en mi cabeza.
Se alejó un poco para observarme. No lucía extrañado, sino contento. Llevó su mano derecha a mi mejilla y dijo: «Eres tú, la prometida, mi compañera eterna, mi Luna». Quería preguntarle tantas cosas, por qué no estaba sorprendido si le dije que escuchaba voces, qué era eso de ser la prometida, su Luna, pero su mirada absorbía toda mi atención y no podía coordinar las palabras.
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hombre lobo alpha y luna, huerfana hija de la divinidad, sobrenaturales entre los humanos
Editado: 22.12.2023