Miedo. Nerviosismo. Una emoción y una sensación que juntas nunca podían traer nada bueno. Ignis nos había dicho que estábamos a unos minutos de pisar el Bosque de los anhelos, y eso había hecho saltar mis alarmas.
No hacía más que recordar las advertencias que nos había dado de dicho bosque, y del peligro de este. ¿Podía ser verdad que el propio bosque podía meterse en la mente de uno y rebuscar hasta encontrar sus miedos y anhelos? Sólo de pensar lo que podría hacer con mi mente, la respiración se me agitaba.
Apreté en mi puño uno de los frutos que días antes habíamos cogido y tragué saliva. Todos avanzábamos sobre nuestros caballos, pero mientras la mayoría parecían calmados, yo no dejaba de sudar. Miré el fruto y dudé. ¿Y si no me hacía efecto? ¿Con dos me bastaría? ¿Y tres?
En una bolsa atada al costado de mi caballo rebusqué hasta coger dos frutos más y llevármelos a la boca. Eso quizá podría calmarme..
—¿Tan rápido, Daveth? —mi abuelo me miró sobre su caballo, a unos dos metros de mí. Papá giró su rostro para mirarme—. Todavía no hemos cruzado.
—Los necesitaba ya.
Mi abuelo esbozó una sonrisa.
—¿Mi nieto está asustado?
Rodé los ojos, aunque lo cierto es que sí. Últimamente me había sentido demasiado vulnerable y no necesitaba que un dichoso bosque me hiciera sentirme todavía peor.
—Prefiero no arriesgarme a tardar demasiado —me limité a decir.
Mi padre miró el fruto en su mano y acto seguido decidió comérselo. .
—No lo molestes mucho más —le pidió papá a mi abuelo.
—¿Molestar yo a mi nieto? Por favor, ¿qué sandeces dices de mí, hijo? ¿Cómo podría yo hacer algo así?
Solté una risa a la que se unió mi abuelo, mas mi padre se mantuvo serio. Mi abuelo entonces borró cualquier rastro de diversión de su rostro y prefirió alejarse de él y acercarse a mí. Observé a ambos y después volví a caer, como todos estos días, en la duda de por qué mi abuelo estaba con nosotros en aquel viaje. No era el único que los notaba extraños, sobre todo a papá, Taric también se había dado cuenta.
—Dijiste que toda pregunta era bienvenida, ¿verdad?
—¿Es cosa mía o te estás volviendo todo un cotilla?
—Me vendrá de sangre.
Sonrió.
—Supongo.
Miré a mi padre, quien avanzaba sobre su caballo unos metros por delante de nosotros. Volví a mirar a mi abuelo.
—¿Por qué estás aquí?
Entrecerró sus ojos.
—Comienzo a sospechar que no te alegras de que esté.
—¿Ya vas a empezar a dramatizar, abuelo?
—¡Dramatizo cuando quiero! ¡Deberías estar contento de que esté aquí contigo! ¡Estoy aquí por ti!
Lo último que dijo me hizo querer sonreír. No me molestaba que estuviera aquí, pero si me preocupaba, como seguro que le preocupaba a mi padre aunque hubiese cedido. Mi abuelo ya tenía una edad y no se podía defender tan bien como antes.
—Eres un mentiroso, no estás aquí por mí.
—Bueno —sonrió, cual niño inocente—, quizá en eso sí haya mentido.
Negué la cabeza y miré hacia otro lado para poder disimular mi sonrisa.
—¿Entonces vas a responderme? —cuestioné cuando volví a mi expresión de póker.
—Que sepas que me sigue doliendo que no me quieras aquí.
—Abuelo —advertí—. No seas pesado.
—Pesado —repitió con aire rencoroso—. Así que tu abuelo es un pesado, ¿eh?
De acuerdo, iba a ser imposible. No me iba a responder.
—Está bien —acepté, optando por dejar de insistir—. Sabes que voy a terminar sabiéndolo, ¿verdad?
No respondió, simplemente me brindó una sonrisa ladeada antes de adelantarse.
—¡Daveth! —escuché gritar a mi hermana.
La observé sobre mi hombro, estirada en el carro para que la viese mientras movía su brazo de un lado a otro. Me aparté del camino para dejar pasar a algunos de mi sector y acercarme a ella.
—¿Todo bien?
—Sí —sonrió—. Es que me aburro.
Fruncí el ceño.
—¿Sólo me llamas cuando te aburres?
Rodó los ojos, conteniendo su sonrisa.
—¿Qué quieres que haga? Últimamente hablar contigo es difícil.
—¿Ah, sí? ¿Y no será porque te lo pasas mejor con Ignis?
Eso le hizo sonreír más.
—¿Celoso que como mi hermano mayor que eres prefiera estar con ella que contigo?
—Para nada.
Soltó una risa.
—Hablar con Ignis es muy fácil.
Fácil.
—¿Y hablar conmigo no lo es?
Me miró en silencio durante unos segundos.
—No siempre —terminó respondiendo.
Aunque en el fondo me dolió un poco, quise saber a qué se debía.
—¿Y por qué piensas eso?
Arlet se encogió de hombros. Cualquier rastro de sonrisa desapareció de su rostro.
—Creo que somos muy diferentes y que chocamos en muchas cosas. Y que al ser el mayor de los tres crees que puedes protegernos de todo, incluso de nosotros mismos.
Supe que mi expresión fue el puro reflejo de mi confusión, porque siguió hablando.
—Ahora eres responsable y haces todo bien, tal y como papá. Y yo no soy así. No soy como papá y mamá quieren que sea —sonrió con una ligera tristeza—. A veces creo que yo soy la oveja negra de la familia.
Vi en su mirada verde los mismos sentimientos que tantas veces había sentido yo. Le sonreí.
—Creo que te equivocas. Quizá ahora esté intentando dar todo lo mejor de mí mismo, pero sabes perfectamente por qué lo hago. Yo tampoco contentaba a papá y a mamá a tu edad, era un tormento para todo el pueblo. Por eso les debo esto. Les debo un cambio. Y aunque de alguna forma u otra esté logrando centrar la cabeza, siempre seguiré siendo lo mismo que tú. La oveja negra de la familia.
Arlet esbozó una sonrisa amplia, una que me demostró que ser una oveja negra no tenía por qué ser malo.
—¿Te doy un consejo? —ella asintió—. No sigas mi mismo camino. No cambies. Yo necesitaba hacerlo, por mi bien y por el vuestro. Pero tú no has hecho nunca nada malo, sólo ser diferente. ¿Y sabes qué? Me gusta que lo seas y que eso haga rabiar a la gente.