Scott le abrió la puerta para que entrara y enseguida escuchó el sonido incesante de las máquinas: los pitidos agudos, las risas de los jugadores, la música rock de fondo... Y después las parpadeantes luces que salían de las máquinas recreativas, pasillos llenos de todas ellas, a la espera de que alguien pusiera 10 centavos para entrar en acción. El señor Morrison les saludó con un cabeceo sin apenas elevar la vista de su revista.
—¿Necesitamos cambio? —le preguntó Scott que se paró unos instantes.
Ella asintió y sacó un billete de cinco dólares que dejó en el mostrador. Sam Morrison abrió la caja y se forma rápida y precisa le dio cambio.
—Gracias —respondió Abigail guardando las monedas en sus bolsillos.
Después, Abigail siguió a Scott que tomó delantera y se adentró entre todas aquellas máquinas, la mayoría ocupadas. Paró en la de Defender, donde un niño con gafas y cabello rizado jugaba concentrado. Scott extendió la palma de la mano, Abigail le dio una moneda y este la dejó en la máquina para reservar el turno.
—¿Podemos empezar con PacMan? —dijo ella.
—No, necesitas practicar, lo sabes. Date prisa por perder, ¿quieres, mocoso? —le dijo al niño.
Abigail sintió pena por él, porque las palabras de Scott hicieron que se desconcentrara y perdiera segundos después.
—No hagas eso —le dijo con los brazos cruzados.
—Oye, de lo contrario no tendremos tiempo. Eres tú la que no puede llegar más tarde de las siete a casa, Maria.
Rodó los ojos y le lanzó una mirada al pobre niño que decía: «Lo siento», pero él se alejó cabizbajo.
Scott, con los brazos cruzados, le señaló la máquina para que jugara.
Abigail Baxter jamás pensó que amaría tanto los videojuegos, que la hacían desconectar, escapar de la realidad, de esa vida llena de obligaciones y pocos privilegios. Se puso en posición y se fijó en las iniciales del primer puesto: SNS, 45852 puntos. Era Scott Noah Schwartz, aquel chico de cabellos oscuros y desordenados, nariz aguileña y una sonrisa preciosa —aunque verle reír era algo poco común— que la introdujo en aquel mundo dos meses atrás. Abigail ya no estaba en Sleek Valley, ahora estaba en un planeta lleno de aliens que trataban de abducir a humanoides para mutarlos y debía evitar como fuera que pasara. El juego era uno de los más complejos por la cantidad de botones y el hecho de poder cambiar de dirección. Por eso Scott tenía razón, Abigail debía estar preparada para la competición que tendría lugar en poco más de un mes. En la primera ronda consiguió sólo 7500 puntos.
—Necesitas practicar los reflejos, Maria —le dijo—. Además le has dado a demasiados humanoides, déjame.
Abigail rodó los ojos y se apartó para que él se posicionara. Se quedó embobada viendo como jugaba con destreza y habilidad y conseguía 21500 puntos, una puntuación excelente, no obstante se lamentó:
—Joder, que mal.
Abigail sonrió:
—No ha estado tan mal...
Scott deslizó sus manos por su espeso cabello y las dejó allí negando con la cabeza:
—No, no es suficiente.
Después de hacer unas cuantas partidas más —en las que ella consiguió mejorar aunque fuera un poco—, Scott le dio una lata de Dr. Pepper que sacó de una bolsa de papel y salieron fuera para beberla. El sol del atardecer empezaba a apagarse tras las montañas, ellos se sentaron en el capó del coche.
—Oye, ¿cuántas horas crees que has pasado jugando? —le preguntó Abigail.
—Más de las que debería y menos de las que me gustaría —le respondió sin mirarla. Después se encogió de hombros—. Me ayuda a salir de la realidad. Supongo que a ti también, ¿no?
—Supongo.
Scott arrugó la lata y la lanzó hacia atrás y después se encendió un cigarrillo.
—No seas guarro, no está bien ensuciar así.
—Esta ciudad está demasiado limpia, no le va mal un poco de basura.
—¿Cómo es Nueva York? —le preguntó ella—. Me muero por ir algún día.
—Es la mejor ciudad del mundo, nadie te saluda ni sonríe a cada paso.
Abigail arrugó el entrecejo:
—¿Lo echas de menos? —preguntó apretando la lata entre sus dedos.
Scott Schwartz elevó los hombros y le dio una calada a su cigarrillo.
—Será mejor que te vayas a casa, Maria, se está haciendo tarde.
Scott nunca hablaba de sí mismo ni de su pasado y por eso su evasiva no le extrañó en absoluto. Se bajó del capó, tiró la lata en una papelera cercana y fue hacía su bicicleta, una Detroit que le regalaron sus padres en su decimoquinto cumpleaños.
—Eh, puede llevarte si quieres, te dejaré cerca.
Abigail negó con la cabeza y deslizó su bici por el asfalto del aparcamiento.
—Tú mismo lo has dicho, en este pueblo nos conocemos todos y más si eres la hija del pastor. ¿Me llamarás el domingo que viene?