El lugar era sumamente oscuro, tanto que ni siquiera podía ver lo que había frente suyo, mucho menos su propia nariz. Solo se guiaban por los ruidos, alertas ante cualquier cosa pero lo único que se escuchaba, era el sonido del agua al golpear la proa de su barcaza.
—¿Padre? —preguntó en un susurro.
—¿Qué sucede, Maat? —respondió una voz detrás de ella.
—¿Por qué no podemos encender ninguna luz?
—Porque no queremos alertar a las criaturas que moran en estas aguas de nuestra presencia.
«¿Pero el agua al golpear a la barcaza no revela nuestra ubicación?» pensó, mordaz.
Decidió ignorar la lógica extraña de su padre y se concentró en el frente. En cualquier momento algo los atacaría, lo sabía, pero esta vez algo le decía que esto iba a ser diferente. Alguno de ellos terminaría muy mal.
El clima se le tornó frío de repente, por lo que llevó sus manos a frotar los brazos helados.
—Tranquila, Maat —susurró una voz masculina.
La calidez del aliento contra su oreja en contraste con su propia temperatura corporal, le hizo estremecerse. Resultó extraña aunque placentera la sensación. Al instante, como si hubieran leído sus pensamientos, unas manos callosas se posaron en sus hombros, moviéndose con total libertad por la piel expuesta, que era en teoría mucha ya que su vestuario no cubría más allá de lo estrictamente necesario.
—Algo va a ocurrir —murmuró, nerviosa.
—Siempre ocurre algo.
—Pero esta vez será peor, ahora...
Su voz se vio interrumpida por una repentina explosión. Diminutos proyectiles estallaron en el aire golpeando todo a su paso. Maat voló hacia atrás, golpeando contra el palo mayor, enviando oleadas de dolor a lo largo de su columna vertebral. Jadeando, se puso de pie lo más rápido posible, e ignorando por completo las reglas de su padre lanzó una esfera de energía por encima de sus cabezas. Esta brilló con intensidad, revelando la identidad de su agresor.
—Apofis —gruñó, molesta.
Apofis era, según lo que su padre le había dicho, su mayor enemigo. Tenía como misión atacarlos e intentar vencerlos para así gobernar sobre sus tierras. Lo peor era que esa serpiente rastrera —en el sentido literal, ya que era una serpiente gigante malhumorada— era el único ser capaz de provocar la muerte de Maat sin afectar la continuidad del universo. Claro que el orden y la justicia se verían alterados, sin embargo todo seguiría su curso.
Al instante Seth, con sus magníficos dos metros y diez de estatura se colocó delante suyo, ocultándola de su enemigo.
—Mantente a salvo Maat, eres la única que puede mantener todo en orden.
No muy contenta, la joven se mantuvo al margen, observando la guerra que se celebró en la pequeña barcaza de su padre. Fue como un parpadeo, efímero y confuso. En un instante se hallaba aburrida y al siguiente gritaba aterrada. Por primera vez vio al gran Ra caer ante su enemigo. Su cabeza golpeó con fuerza la superficie de las duras tablas cubiertas con oro y Maat sintió el dolor del impacto como suyo, se le cortó la respiración al sentir un puño estrellarse contra la boca de su estómago.
—¡Papá! —gritó en trance.
Ra giró lo suficiente la cabeza para observar a su hija retorcerse del dolor. Sabía que cualquier cosa lo bastante grave que él sintiera, ella lo experimentaría por tres veces. Así que antes de ver sufrir más a su pequeña, estiró la mano y con un último pensamiento la envolvió en una nube densa y oscura. Ella desapareció de pronto, en un torbellino de sensaciones asfixiantes.
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Maatkarat, Egyptes. 4 años después...
—¡Nefertike! —gritó el teniente Atyen.
Zalika despertó sobresaltada, sintiendo un extraño ardor recorrer el interior de su cuerpo. Era como si sus venas estuvieran calientes, quemándola por dentro con la intensidad de la llama de una hoguera. Abrió la boca sorprendida, luchando por tranquilizarse. Las imágenes de su sueño aún amenazaban con volverse realidad en cualquier momento. El teniente, confuso por la actitud de la chica, se acercó a toda prisa hasta su cama, ignorando el hecho de que la chica se ponía furiosa cada vez que entraba a su habitación.