ojos. Tenía la mirada ausente, turbia. «¡Despierta, Dumkop! —le grité—. ¡Escúchame bien: tienes
que despertar!» Volvían a cerrársele los ojos. Marqué el 911. Llené un bol de agua fría y se lo
eché a la cara. Pegué el oído a su corazón. Un murmullo muy leve y lejano. Llegó la ambulancia.
En el hospital le hicieron un lavado de estómago. «¿Por qué ha tomado todas esas píldoras?», le
preguntó el médico. Bruno, mareado y exhausto, alzó los ojos fríamente. «¿Por qué cree usted que
he tomado todas esas píldoras?», gritó. La sala de reanimación quedó en silencio, todos lo
miraban. Bruno gruñó y se volvió de cara a la pared. Aquella noche lo acosté. «Bruno», dije. «Lo
siento —dijo él—. He sido un egoísta.» Yo suspiré y di media vuelta para marcharme.
«¡Quédate!», me gritó.
No volvimos a hablar de aquello. Como tampoco hablábamos de nuestra niñez, de los sueños
compartidos y perdidos, de todo lo sucedido y de lo no sucedido. Un día estábamos callados. De
repente, uno de los dos se echó a reír. Fue contagioso. No había causa para la risa, pero
empezamos a reírnos, primero por lo bajo y al poco rato nos retorcíamos y bramábamos,
bramábamos de risa mientras las lágrimas nos resbalaban por las mejillas. A mí me brotó una
mancha de humedad en la bragueta y eso nos hizo reír aún más; yo daba puñetazos en la mesa,
casi no podía respirar y pensé: A lo mejor es así como voy a acabar, con un ataque de risa; no
podría ser mejor, riendo y llorando, riendo y cantando, riendo para olvidar que estoy solo, que
esto es el final de mi vida, que la muerte está esperándome en la puerta.
Cuando era niño, me gustaba escribir. Eso era lo único que quería hacer en la vida. Inventaba
personajes y llenaba libretas con sus historias. Como la de un niño que, al crecer, se volvió tan
peludo que la gente quería cazarlo por su piel. Tuvo que esconderse en los árboles y se enamoró
de un pájaro que imaginaba ser un gorila de ciento cincuenta kilos. O la de unas hermanas
siamesas, una de las cuales se enamoraba de mí. Las escenas de sexo me parecían de lo más
originales. Y sin embargo. Cuando fui un poco mayor, quise ser escritor de verdad. Trataba de
escribir sobre cosas de verdad. Quería describir el mundo, porque vivir en un mundo no descrito
hace que te sientas muy solo. Antes de cumplir veintiún años había escrito tres libros, quién sabe
lo que habrá sido de ellos. El primero era sobre Slonim, el pueblo donde vivía, que unas veces era
Polonia y otras veces Rusia. Dibujé un mapa para el frontispicio, con letreros en las casas y las
tiendas: aquí estaba el carnicero Kipnis, aquí el sastre Grodzenski, y aquí vivía Fishl Shapiro, que
era o un gran tzaddik o un idiota, nadie lo sabía, y aquí la plaza, y el campo en que jugábamos, y
aquí el río se ensanchaba y aquí se estrechaba, y aquí empezaba el bosque, y aquí estaba el árbol
del que se ahorcó Beyla Asch, y aquí, y aquí. Y sin embargo. Cuando lo di a leer a la única
persona de Slonim cuya opinión me importaba, ella sólo se encogió de hombros y dijo que le
gustaban más las cosas que me inventaba. Así pues, escribí mi segundo libro, todo inventado. Lo
llené de hombres a los que les salían alas, de árboles que tenían las raíces en el cielo, de personas
que olvidaban su propio nombre y de personas que no podían olvidar nada; hasta inventé
palabras. Cuando lo terminé, fui a su casa corriendo, entré en tromba por el portal, subí los
peldaños de la escalera de tres en tres y lo entregué a la única persona de Slonim cuya opinión me
importaba. Me apoyé contra la pared y observé su cara mientras ella leía. Fuera oscureció, y ella
siguió leyendo. Pasaron horas. Poco a poco, fui resbalando hasta sentarme en el suelo. Ella leía y
leía. Al terminar, me miró. Estuvo un rato sin decir nada. Luego dijo que quizá no debería
inventarlo todo, porque así era difícil creer algo.
Otro en mi lugar habría abandonado. Yo volví a empezar. Ahora no escribía ni sobre cosas
reales ni sobre cosas imaginarias. Escribía sobre lo único que sabía. El montón de hojas crecía. E
incluso después de que la única persona cuya opinión me importaba se fuera en un barco a
América, yo seguía llenando páginas con su nombre.
Después de su marcha, las cosas fueron de mal en peor. Ningún judío estaba a salvo. Corrían
rumores de hechos incomprensibles, y como no los comprendíamos no podíamos creerlos, hasta
que no tuvimos más remedio, y entonces ya era tarde. Yo trabajaba en Minsk, pero perdí el
empleo y volví a Slonim. Los alemanes avanzaban hacia el este. Estaban cada día más cerca. La
mañana en que empezamos a oír sus tanques, mi madre me dijo que me escondiera en el bosque.
Yo quería llevarme a mi hermano pequeño que sólo tenía trece años, pero mi madre dijo que mi
hermano iría con ella. ¿Por qué le hice caso? ¿Porque era lo más fácil? Corrí al bosque. Me eché
al suelo y me quedé quieto. Ladraban perros, lejos. Pasaron horas. Y entonces sonaron los
disparos. Cuántos disparos. No sé por qué nadie gritaba. O quizá yo no oía los gritos. Después,