silencio. Tenía el cuerpo entumecido, recuerdo que notaba en la boca sabor a sangre. No sé
cuánto tiempo pasó. Días. No volví a casa. Cuando me levanté, había perdido la única parte de mí
que siempre había creído que yo podría encontrar palabras para cualquier brizna de vida.
Y sin embargo.
Un par de meses después del infarto y cincuenta y siete años después de haber abandonado,
volví a empezar a escribir. Lo hacía sólo para mí, para nadie más, y ahí estaba la diferencia. No
importaba si encontraba las palabras, es más, yo sabía que sería imposible encontrar las palabras
justas. Y porque aceptaba que lo que una vez creí posible era imposible en realidad, y porque
sabía que de aquello nunca enseñaría ni una palabra a nadie, escribí una frase:
«Érase una vez un niño.»
Ahí quedó la frase durante días, contemplándome desde la página casi en blanco. A la semana
siguiente, añadí otra frase. Pronto había una página entera. Aquello me agradaba, era como hablar
conmigo mismo en voz alta, como hago a veces.
Un día dije a Bruno:
—A ver si adivinas cuántas páginas llevo escritas.
—Ni idea —me contestó.
—Escribe un número y pásamelo —le dije. Él se encogió de hombros y sacó un bolígrafo del
bolsillo. Lo pensó un minuto o dos, mirándome sin pestañear—. Un número aproximado —dije.
Él se inclinó, escribió un número en su servilleta y le dio la vuelta. Yo escribí en la mía el número
real, 301. Hicimos intercambio de servilletas. Levanté la de Bruno. Por razones que no puedo
explicarme, Bruno había escrito «200.000». Él miró mi servilleta. Puso mala cara.
A veces, yo pensaba que la última página de mi libro y la última de mi vida habían de ser la
misma, que cuando mi libro terminara yo terminaría, que un vendaval barrería mi casa llevándose
las páginas y, cuando todas esas hojas blancas salieran aleteando por la ventana, la habitación
quedaría en silencio y mi silla estaría vacía.
Cada mañana escribía un poco. Trescientas una ya es algo. De vez en cuando, al terminar, me
iba al cine. Para mí ir al cine siempre es un acontecimiento. A veces compro palomitas y—si hay
alrededor gente que me mire— hago que se me caigan. Me gusta sentarme delante, llenarme la
vista de lo que hay en la pantalla, que nada me distraiga del momento. Y me encantaría que el
momento durase siempre. No sabría decir lo feliz que me hace ver lo que pasa allá arriba,
ampliado. Diría «más grande que la realidad», pero nunca he entendido la expresión. ¿Qué es más
grande que la realidad? Estar sentado en primera fila mirando la cara de una muchacha bonita, de
dos pisos de altura, y sentir en las piernas las vibraciones de su voz, es percibir la realidad en toda
su extensión. Así pues, me siento en primera fila. Si salgo del cine con tortícolis y con vestigios
de una erección es señal de que tenía una buena localidad. Yo no soy un viejo verde. Soy un
hombre que quiso ser tan grande como la realidad.
Hay pasajes de mi libro que me sé de memoria, by heart, dicen aquí. De corazón.
No es una expresión que use a la ligera.
Mi corazón es débil y poco fiable. Cuando me muera, será del corazón. Procuro castigarlo lo
menos posible. Si presiento que algo ha de afectarlo, lo desvío hacia otro sitio. El vientre, por
ejemplo, o los pulmones, que pueden colapsarse un momento, pero siempre vuelven a tomar
aliento. Las pequeñas humillaciones cotidianas, por ejemplo, si al pasar por delante de un espejo
me veo la cara de improviso, o estando en la parada del autobús unos chavales se acercan por
detrás y dicen «¿No hueles a mierda?», suelo encajarlas con el hígado. Otros ataques los dirijo
hacia distintos puntos. El páncreas lo reservo para la nostalgia de todo lo perdido. Es verdad que
es un órgano muy pequeño para tantas cosas. Pero. Te sorprendería lo mucho que puede aguantar,
lo único que siento es un dolor agudo, pero pasa enseguida. A veces imagino mi propia autopsia.
Decepción que provoco en mí mismo: riñón derecho. Decepción que provoco en los demás: riñón
izquierdo. Fracasos personales: kishkes. No pretendo haber hecho de eso una ciencia. Tan bien
estudiado no lo tengo. Tomo las cosas como vienen. Es sólo que he observado cierta pauta. El día
en que se atrasan los relojes y oscurece antes de lo que yo esperaba, eso, por razones que no
puedo explicarme, lo noto en las muñecas. Y cuando me despierto con los dedos yertos, es casi
seguro que estaba soñando con mi niñez. El campo donde solíamos jugar, el campo donde todo se
descubría y todo era posible. (Corríamos tanto que nos parecía que íbamos a escupir sangre: para
mí, ése es el sonido de la niñez, jadeos y trote de zapatos en la tierra dura.) Dedos yertos, así