ocurrió pensar que quizá debería haber llamado antes. Ella abrió la puerta. Un pañuelo azul le
cubría el pelo. En la casa del vecino se oía la transmisión de un partido de fútbol.
Érase una vez una mujer que había sido la muchacha que subió a un barco para ir a América y
estuvo vomitando todo el viaje, no porque estuviera mareada sino porque estaba embarazada.
Cuando lo supo, escribió al muchacho. Todos los días esperaba carta de él, pero la carta no
llegaba. Ella trataba de disimular el embarazo para no perder el empleo en el taller de confección
donde trabajaba. Semanas antes de que naciera el niño, alguien le dijo que en Polonia mataban a
los judíos. «¿Dónde?», preguntaba ella, pero nadie sabía dónde. Dejó de ir a trabajar. No podía
levantarse de la cama. Al cabo de una semana, el hijo del dueño del taller fue a verla. Le llevaba
comida y le puso un ramo de flores en un jarrón al lado de la cama. Cuando se enteró de que
estaba embarazada, llamó a una comadrona. Nació un niño. Un día la muchacha se incorporó en
la cama y vio al hijo del dueño mecer al niño al sol. Al cabo de unos meses, ella accedió a casarse
con él. Dos años después, tuvo otro hijo.
Y si el hombre que una vez fue el chico que prometió no enamorarse de ninguna otra
muchacha mientras viviera cumplió su promesa, no fue por terquedad, ni siquiera por lealtad. No
pudo evitarlo. Después de haber estado escondido tres años y medio, no parecía inconcebible
esconder su amor por un hijo que no sabía que él existía. No, si eso era lo que quería la única
mujer a la que él amaría en su vida. Al fin y al cabo, ¿qué puede significar esconder una cosa
más, para un hombre que ya ha desaparecido por completo?
La noche antes de ir a posar para la clase de dibujo, me sentía nervioso y alterado. Me
desabroché la camisa y me la quité. Luego me solté el cinturón y me quité los pantalones. La
camiseta. El calzoncillo. Me puse delante del espejo del recibidor en calcetines» Oía los gritos de
los niños del campo de juegos que está al otro lado de la calle. Tenía la cadenita de la lámpara al
alcance de la mano, pero no tiré de ella. Me miré a la luz que aún entraba por la ventana. Nunca
me he considerado guapo.
Cuando era pequeño, mi madre y mi tía solían decirme que cuando creciera me haría guapo.
Yo comprendía que entonces no era nada del otro mundo, pero creía que al fin acabaría por
caerme en suerte alguna gracia. No sé qué pensaba: ¿que las orejas, que se erguían en un ángulo
muy poco estético, se recogerían, o que se me agrandaría la cabeza, para ponerse a tono? ¿Que el
pelo, que era como la estopa, un día se alisaría y reflejaría la luz? ¿Que la cara, pese a lo poco que
prometía —párpados abultados, de rana, y labios delgados—, se transformaría en algo menos
lamentable? Durante años, lo primero que hacía al levantarme por la mañana era ir al espejo,
esperanzado. Incluso cuando ya era muy mayor para hacerme ilusiones, seguía aguardando. Yo
crecía pero no mejoraba. Es más, las cosas fueron de mal en peor cuando llegué a la adolescencia
y perdí ese encanto que tienen todos los niños. El año de mi bar mitzvah me visitó una plaga de
acné que tardó cuatro años en abandonarme. Pero yo seguía esperando. Cuando se fue el acné,
empezó a ensanchárseme la frente, como si el pelo no quisiera tratos con una cara tan poco
agraciada. Las orejas, satisfechas del protagonismo que adquirían, parecían ahuecarse a la luz de
los focos. Los párpados se entrecerraban —algún músculo debía de ceder, arrastrado por la
tracción de las orejas— y las cejas cobraban vida; durante un breve período se mantuvieron al
límite de lo que cabía esperar de ellas, pero no tardaron en superar todas las expectativas y
aproximarse al patrón neandertal. Durante años seguí esperando que las cosas se arreglaran, pero
al mirarme en el espejo nunca confundí lo que veía con algo distinto de lo que había. A medida
que pasaba el tiempo, pensaba cada vez menos en mi aspecto. Hasta que lo olvidé casi por
completo. Y sin embargo. Es posible que una pequeña parte de mí siga esperando... incluso ahora
hay momentos en los que me miro en el espejo, con mi arrugado pischer en la mano, y creo que
mi hermosura aún puede salir a la luz.
La mañana de la clase, 19 de septiembre, me desperté en un estado de gran agitación. Me
vestí, desayuné con mi barrita de cereal rico en fibra, fui al lavabo y me quedé esperando con
expectación. En media hora, nada, pero mi optimismo no decayó. Al fin, una serie de bolitas.
Seguí esperando. Es posible que me muera sentado en la taza, con el pantalón en los tobillos. Al
fin y al cabo, paso aquí mucho tiempo, lo cual suscita otra pregunta, a saber: ¿quién será el
primero que me vea muerto?