15 SIEMPRE QUE YO SALÍA A JUGAR MI MADRE QUERÍA SABER DÓNDE IBA A
ESTAR EXACTAMENTE
Cuando yo entraba en casa, ella me llamaba a su habitación, me abrazaba y me llenaba de
besos. Me acariciaba el pelo y me decía: «Cuánto te quiero», y cuando yo estornudaba me decía:
«Salud; ya sabes cuánto te quiero, ¿verdad?», y cuando me levantaba para ir a buscar un pañuelo:
«Yo te lo traigo, cariño mío», y cuando buscaba un bolígrafo para hacer los deberes: «Toma el
mío, tesoro», y si me picaba la pierna: «¿Es aquí? Ven que te abrace», y cuando yo subía a mi
cuarto ella me gritaba desde abajo «¿Puedo hacer algo por ti, con lo mucho que te quiero?», y a
mí me hubiera gustado decirle, pero nunca le dije: Quiéreme menos.
16. LA RAZÓN DE TODAS LAS COSAS
Un día mi madre se levantó de la cama en que había estado durante casi un año. Parecía la
primera vez que no la veíamos a través de todos los vasos de agua acumulados alrededor de la
cama y que Bird, cuando se aburría, hacía sonar pasándoles un dedo húmedo por el borde. Aquel
día mi madre nos preparó macarrones gratinados, uno de los pocos platos que sabe hacer.
Nosotros fingimos que nunca habíamos comido algo tan bueno. Una tarde me llevó aparte.
—De ahora en adelante te trataré como a una persona mayor —me dijo.
Sólo tengo ocho años, quise responder, pero no lo hice.
Ella volvió a trabajar. Andaba por la casa con un quimono de flores rojas, dejando un rastro de
papeles arrugados. Antes de la muerte de mi padre era más ordenada. Ahora, para encontrarla, no
tenías más que seguir los papeles llenos de tachaduras, y al final estaba ella, mirando por la
ventana o al interior de un vaso de agua como si en él hubiera un pez que sólo ella podía ver.
17. ZANAHORIAS
Con mi asignación me compré el libro Plantas y Flores Comestibles de América del Norte. Me
enteré de que se puede quitar el sabor amargo a las bellotas hirviéndolas en agua, que las rosas
silvestres son comestibles y que hay que evitar todo lo que huela a almendra, crezca formando
tres hojas o tenga savia lechosa. Traté de identificar el mayor número posible de plantas en
Prospect Park. Como comprendía que iba a tardar mucho en reconocer todas las plantas y como
siempre cabía la posibilidad de que tuviera que sobrevivir en un sitio que no fuera América del
Norte, me aprendí de memoria la prueba universal para comprobar si una planta es comestible. Es
conveniente conocerla, porque hay plantas venenosas, como la cicuta, que se parecen a las
comestibles, como las zanahorias y las chirivías silvestres. Para hacer la prueba, primero has de
estar ocho horas sin comer. Luego divides la planta en sus distintas partes: raíz, hojas, tallo,
capullo y flor, y te frotas el interior de la muñeca con un trocito de una de ellas. Si no pasa nada,
te la pones en la parte interior del labio durante tres minutos, si no pasa nada, la dejas encima de
la lengua durante quince minutos. Si sigue sin pasar nada, puedes masticarla, pero sin tragar, y
mantenerla en la boca durante quince minutos, y si no pasa nada, te la tragas y esperas ocho
horas, y si no pasa nada, tomas la cuarta parte de una taza, y si no pasa nada, es comestible.
Yo guardaba Plantas y Flores Comestibles de América del Norte debajo de la cama, dentro de
una mochila que también contenía el cuchillo del ejército suizo de mi padre, una linterna, una
lona impermeabilizada, una brújula, un paquete de barritas de cereal, dos bolsas de M&M de
cacahuete, tres latas de atún, un abrelatas, tiritas, un estuche de primeros auxilios contra
mordeduras de serpiente, una muda y un plano del metro de Nueva York. También tendría que
haber habido un trozo de pedernal, pero en la ferretería no quisieron vendérmelo, no sé si por ser
muy pequeña o porque tuvieron miedo de que fuera pirómana. En caso de emergencia, también
puedes hacer saltar una chispa con un cuchillo de monte y un trozo de jaspe, ágata o jade. Pero yo
no sabía de dónde sacar jaspe, ágata ni jade, y me llevé unas cerillas del 2nd Street Cafe y las
metí en un bolsito con cremallera, para protegerlas de la lluvia.
En la fiesta de Hanuka pedí un saco de dormir. El que me compró mi madre era de franela con
corazones rosa. A una temperatura bajo cero, me protegería de morir de hipotermia durante unos
cinco segundos. Le pregunté si no podríamos cambiarlo por un saco de pluma de los más gruesos.
—¿Dónde piensas dormir, en el Círculo Polar Ártico? —me preguntó.