el cuello y corrido el maquillaje de las pestañas, pero cuando le pregunté cómo le había ido me
dijo que conocía orangutanes con los que podía mantener conversaciones más interesantes.
Casi un año después, Bird se fracturó la muñeca al tratar de saltar desde el balcón del vecino, y
el médico que lo curó en urgencias, alto y encorvado, también le pidió una cita a mi madre. Quizá
fue porque él había hecho sonreír a Bird cuando mi hermano tenía la mano doblada en un ángulo
espeluznante, pero lo cierto es que, por segunda vez desde la muerte de mi padre, mamá dijo sí.
El médico se llamaba Henry Lavender, lo cual me pareció prometedor (¡Alma Lavender!).
Cuando sonó el timbre, Bird bajó la escalera desnudo, salvo por la escayola, puso That's Amore
en el tocadiscos y subió corriendo. Entonces bajó mi madre como una exhalación, sin el chal rojo,
y detuvo la música. El disco chirrió y se quedó girando en el plato en silencio mientras Henry
Lavender entraba, aceptaba una copa de vino blanco frío y nos hablaba de su colección de
caracolas marinas, muchas de las cuales había recogido él mismo haciendo submarinismo en
Filipinas. Yo imaginé un futuro en que él nos llevaría en sus expediciones de buceo y nos vi a los
cuatro sonriéndonos bajo el agua a través de las gafas de buceo. Por la mañana pregunté a mi
madre cómo le había ido. Ella respondió que el médico era un hombre muy simpático. Yo vi en
esto una señal positiva, pero cuando Henry Lavender llamó por teléfono aquella tarde mi madre
estaba en el supermercado y no le devolvió la llamada. Dos días después, él hizo otra tentativa.
Esta vez mi madre salía a pasear por el parque.
—No piensas llamarlo, ¿verdad? —pregunté.
—No —dijo ella.
La tercera vez que llamó Henry Lavender ella estaba enfrascada en un libro de relatos y
exclamaba una y otra vez que deberían darle un Nobel póstumo al autor. Mi madre siempre está
dando Nobels póstumos. Me fui a la cocina con el inalámbrico.
—¿El doctor Lavender? —pregunté. Y entonces le dije que pensaba que en realidad a mi
madre le gustaba y que una persona normal probablemente estaría encantada de hablar con él y
hasta de volver a salir, pero que hacía once años y medio que yo conocía a mi madre y ella nunca
había hecho algo normal.
21. YO PENSABA QUE ERA SÓLO PORQUE NO HABÍA ENCONTRADO A LA PERSONA
ADECUADA
El que ella estuviera todo el día en casa en pijama traduciendo libros de personas muertas
tampoco ayudaba mucho. A veces se encallaba en una frase y estaba horas yendo de un lado a
otro como un perro con un hueso, hasta que de pronto gritaba: «¡Ya lo tengo!», y entonces corría
a su escritorio a cavar un hoyo y enterrarlo. Yo decidí tomar el asunto en mis manos. Un día, un
tal doctor Tucci, veterinario, vino a hablarnos a la clase de sexto. Tenía una voz muy agradable y
llevaba en el hombro un loro verde que se llamaba Gordo y miraba por la ventana con cara de mal
humor. También tenía una iguana, dos hurones, una tortuga de tierra, tres ranas, un pato con un
ala rota y una boa constrictor llamada Mahatma que había cambiado de piel hacía poco. En su
patio trasero tenía dos llamas. Después de la clase, mientras todos los demás manoseaban a
Mahatma, yo pregunté al doctor Tucci si estaba casado y cuando, con gesto de extrañeza, me dijo
que no, le pedí una tarjeta. La tarjeta tenía la foto de un mono y algunos chicos abandonaron a la
serpiente y vinieron a pedir tarjetas.
Aquella noche encontré una bonita foto de mi madre en bañador que decidí enviar al doctor
Frank Tucci, acompañada de una lista mecanografiada de sus mejores cualidades, a saber «Alto
coeficiente intelectual, amante de la lectura, atractiva (ver foto), divertida.» Bird leyó la lista, se
quedó un rato pensativo y sugirió que añadiera «dogmática», palabra que le había enseñado yo, y
también «obstinada». Yo le dije que éstas no me parecían cualidades buenas, ni siquiera
recomendables, y Bird contestó que si aparecían en la lista podrían parecer buenas, y que si el
doctor Tucci realmente quería conocerla no lo desanimarían. Me pareció un buen argumento y
añadí «dogmática y obstinada». Puse nuestro número de teléfono al pie de la lista y la envié por
correo.
Pasó una semana y él no llamó. Tres días más y empecé a pensar que quizá no debería haber
puesto «dogmática y obstinada».