Al día siguiente sonó el teléfono y oí a mi madre decir «¿Frank qué?». Un silencio bastante
largo. «¿Cómo dice?» Otro silencio. Entonces se echó a reír histéricamente. Cuando colgó, fue a
mi cuarto.
—¿Qué era todo eso? —pregunté con inocencia.
—¿Qué era el qué? —preguntó ella con más inocencia todavía.
—Eso del teléfono.
—Ah, eso —dijo ella—. Confío en que no te enfades, pero he concertado una cita doble, yo
con el encantador de serpientes y tú con Herman Cooper.
Herman Cooper era una pesadilla de octavo que vivía en nuestra misma calle, llamaba Pene a
todo el mundo y lanzaba risotadas señalando los enormes testículos del perro del vecino.
—Antes lamería la acera —dije.
22. AQUEL AÑO LLEVÉ EL JERSEY DE MI PADRE CUARENTA Y DOS DÍAS SEGUIDOS
El duodécimo día me crucé en el vestíbulo con Sharon Newman y sus amigas.
—¿Qué te ha dado con esa birria de jersey? —dijo.
Piérdete, pensé, y decidí llevar el jersey de papá durante el resto de mi vida. Llegué casi hasta
fin de curso. Era de lana de alpaca y a últimos de mayo ya no se podía resistir. Mi madre pensaba
que aquello era un luto atrasado. Pero yo no trataba de establecer un récord, sólo me gustaba la
sensación.
23. MI MADRE TIENE UNA FOTO DE MI PADRE EN LA PARED, AL LADO DEL
ESCRITORIO
Una o dos veces, al pasar por delante de la puerta, he oído que le hablaba. Mi madre se siente
sola hasta cuando está con nosotros, y a veces me duele el estómago al pensar lo que le ocurrirá
cuando yo sea mayor y me vaya de casa a empezar el resto de mi vida. Otras veces me parece que
nunca podré irme.
24. TODOS LOS AMIGOS QUE HE TENIDO EN MI VIDA SE HAN IDO
El día en que yo cumplía catorce años Bird me despertó saltando sobre mi cama y cantando
Porque es una chica excelente. Me regaló una tableta de chocolate reblandecida y un gorro de
lana de Objetos Perdidos. Dentro había un pelo rubio y rizado, lo saqué y llevé el gorro todo el
día. Mi madre me regaló un anorak que había sido probado por Tenzing Norgay, el sherpa que
escaló el Everest con sir Edmund Hillary, y un casco de aviador como los que usaba Antoine de
Saint-Exupéry, uno de mis héroes. Mi padre me leyó El principito cuando yo tenía seis años y me
explicó que Saint-Ex era un gran aviador que arriesgaba la vida abriendo rutas para el correo
hasta lugares remotos. Fue derribado por un caza alemán y él y su avión desaparecieron en el
Mediterráneo para siempre.
Además del anorak y el casco, mi madre me regaló un libro de un tal Daniel Eldridge, del que
dijo que merecía un Nobel, si lo hubiera para los paleontólogos.
—¿Ha muerto? —pregunté.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada —respondí.
Bird quiso saber qué era un paleontólogo y mamá dijo que si rompía en mil pedazos una guía
ilustrada del Museo Metropolitano de Arte y los lanzaba al aire desde lo alto de la escalinata del
museo, volvía al cabo de varias semanas y recorría toda la Quinta Avenida y Central Park
recogiendo todos los trozos que aún pudiera encontrar y trataba de reconstruir la historia de la
pintura, con escuelas, estilos, géneros y nombres de pintores por lo que decían aquellos trozos,
sería como un paleontólogo. La única diferencia era que los paleontólogos estudian fósiles para
deducir el origen y la evolución de la vida. Todas las chicas y los chicos de catorce años deberían
saber algo acerca de dónde vienen, dijo mi madre. No hay que ir por el mundo sin tener por lo
menos una ligera idea de cómo empezó todo. Entonces, hablando deprisa, como si esto no fuera
lo más importante, dijo que el libro era de papá. Bird vino corriendo a tocar las tapas.