El libro se titulaba La Vida Tal como No la Conocemos. Tenía en la contracubierta una foto de
Eldridge. Era un hombre de ojos oscuros, pestañas espesas y barba, y sostenía en la mano el fósil
de un pez de aspecto feroz. Al pie decía que era profesor de Columbia. Empecé a leerlo aquella
misma noche. Pensaba que quizá papá habría escrito notas al margen, pero no. La única señal era
su nombre en la guarda. El libro explicaba que Eldridge y varios científicos más habían bajado en
un sumergible hasta el fondo del océano y descubierto unas chimeneas hidrotérmicas en las zonas
de contacto entre placas tectónicas, que expulsaban gases ricos en minerales a temperaturas de
hasta 350 grados. Hasta entonces, los científicos pensaban que el fondo del océano era un desierto
con poca o ninguna vida. Pero Eldridge y sus compañeros pudieron contemplar a la luz de los
focos del sumergible cientos de organismos nunca vistos por ojos humanos, todo un ecosistema
que tenía que ser muy pero que muy antiguo. Lo llamaron «biosfera oscura». Allí abajo vieron
muchas chimeneas hidrotérmicas y unos microorganismos que vivían en las rocas de alrededor a
temperaturas lo bastante altas como para fundir el plomo. Llevaron a la superficie varios de
aquellos organismos, y descubrieron que olían a huevos podridos. Comprendieron que aquellos
extraños organismos subsistían a base del ácido sulfhídrico emitido por las chimeneas y
expulsaban azufre del mismo modo en que las plantas terrestres producen oxígeno. Según el libro
del doctor Eldridge, lo que ellos descubrieron había sido nada menos que una ventana hacia los
procesos químicos que miles de millones de años atrás habían dado origen a la evolución.
La idea de la evolución es hermosa y también triste. Desde que empezó la vida en la tierra han
existido entre cinco mil y cincuenta mil millones de especies, de las que sólo entre cinco y
cincuenta millones viven todavía. O sea, que el noventa y nueve por ciento de todas las especies
que han vivido en la tierra se ha extinguido.
25. MI HERMANO, EL MESÍAS
Aquella noche, yo estaba leyendo y Bird entró en mi cuarto y se metió en mi cama. Tenía once
años y medio, pero era pequeño para su edad. Me puso en la pierna unos pies helados.
—Háblame de papá —susurró.
—Tendrías que cortarte las uñas de los pies —dije. Me clavaba los dedos en la pantorrilla.
—Por favor —suplicó.
Me puse a pensar y, como no recordaba algo que no le hubiera contado ya cien veces, decidí
inventar.
—Le gustaba hacer escalada —dije—. Era un gran escalador. Una vez escaló una pared de
más de setenta metros. En el Negev, creo. —Sentía en el cuello el aliento caliente de Bird.
—¿El Masada? —preguntó.
—Podría ser —dije—. Le gustaba mucho escalar. Era su gran afición.
—¿Y bailar, le gustaba?
Yo no tenía ni idea, pero dije:
—Le encantaba. Bailaba hasta el tango. Lo aprendió en Buenos Aires. Él y mamá siempre
estaban bailando. Él arrimaba a la pared la mesa de centro y bailaban por toda la habitación. Él la
bajaba y la subía y le cantaba al oído.
—¿Estaba yo?
—Pues claro —dije—. A ti te lanzaba al aire y te cogía al vuelo.
—¿Cómo podía saber que no me caería al suelo?
—Lo sabía y basta.
—¿Cómo me llamaba?
—De muchas maneras. Colega, chavalote, campeón. —Yo inventaba sobre la marcha. Bird no
parecía muy impresionado—. Judas Macabeo —dije entonces—. Macabeo, Mac a secas.
—¿Cómo me llamaba más?
—Me parece que Emmanuel. —Fingí pensar. No; espera. Manny, te llamaba Manny.
—Manny —dijo Bird saboreando el nombre. Se apretó contra mí—. Quiero decirte un secreto
—susurró—. Porque es tu cumpleaños.
—¿Qué?
—Antes tienes que prometer que me creerás.
—Vale.