padres lo dejaban muy solo cuando era niño y luego murieron y él heredó muchísimo dinero. Al
dorso de la postal había escrito:
Querida señora Singer:
Con gran alegría recibí su respuesta en la que me comunica que puede empezar a
trabajar en la traducción. Le ruego me indique sus datos bancarios e inmediatamente le
transferiré un primer pago de 25.000 dólares. ¿Podría enviarme el libro por cuartas
partes, a medida que vaya traduciendo? Confío en que sabrá perdonar mi impaciencia y
atribuirla al deseo y la ilusión de poder leer por fin el libro de Litvinoff y suyo. Y también a
mi afición a recibir correo y prolongar todo lo posible una experiencia que espero ha de
conmoverme profundamente.
Suyo afectísimo,
J.M.
31. CADA ISRAELITA TIENE EN SUS MANOS EL HONOR DE TODO SU PUEBLO
El dinero llegó al cabo de una semana. Para celebrarlo, mi madre nos llevó a ver una película
francesa subtitulada sobre dos niñas que se escapan de casa. En el cine sólo había otras tres
personas. Una era el acomodador. Bird se comió todas sus chocolatinas durante los créditos y
estuvo corriendo por los pasillos arriba y abajo con un colocón de azúcar, hasta que se quedó
dormido en la primera fila.
Poco después, durante la primera semana de abril, mi hermano subió al tejado de la Escuela
Hebrea, se cayó y se dislocó la muñeca. Para distraerse, puso una mesa plegable delante de la
casa con un cartel que rezaba: «Limonada natural 50 centavos. Sírvase usted mismo (muñeca
lesionada).» Con sol o con lluvia, allí se instalaba, con una jarra de limonada y una caja de
zapatos para el dinero. Cuando agotó la clientela del vecindario, trasladó el puesto unas calles
más abajo, frente a un solar. Cada día estaba allí más tiempo. Si no había clientes, abandonaba la
mesa plegable y se metía en el solar a jugar. Cuando yo pasaba por allí, veía las cosas que hacía
para adecentarlo: retirar la cerca oxidada, arrancar hierbas, meter desperdicios en una bolsa de
basura. Mi hermano volvía a casa al anochecer, con las piernas arañadas y la kippah torcida.
«¡Qué suciedad!», exclamaba.
Le pregunté qué pensaba hacer en el solar y él se encogió de hombros.
—Cada sitio es del que lo aprovecha —me respondió.
—Muchas gracias, maestro. ¿Eso lo dice el señor Goldstein?
—No.
—¿Y para qué gran cosa piensas aprovecharlo tú? —le grité mientras se alejaba.
En lugar de responder, alzó la mano para tocar algo que estaba en el marco de la puerta, se
besó la punta de los dedos y subió la escalera. Era una mezuzah de plástico; había pegado una en
cada puerta de la casa, hasta en la del cuarto de baño.
Al día siguiente encontré el tercer tomo de Cómo Sobrevivir en la Naturaleza en la habitación
de Bird. Había garabateado con rotulador el nombre de Dios en lo alto de cada página.
—¿Qué has hecho con mi cuaderno? —grité.
Él callaba.
—¡Lo has estropeado!
—No he estropeado nada, lo he hecho con cuidado...
—¿Con cuidado? ¿Con cuidado? ¿Quién te ha dado permiso para tocarlo siquiera? ¿Te suena
de algo la palabra «privado»?
Bird miraba la libreta que yo tenía en la mano.
—¿Cuándo vas a empezar a ser una persona normal? —dije.
—¿Qué pasa ahí abajo? —preguntó mamá desde lo alto de la escalera.
—¡Nada! —dijimos los dos a la vez. Al cabo de un momento, la oímos entrar en su estudio.
Bird se tapó la cara con el brazo y empezó a hurgarse la nariz.
—Ostras, Bird —siseé apretando los dientes—. Por lo menos, podrías tratar de ser normal. Por
lo menos tendrías que intentarlo