Aquella noche, él volvió a casa loco de alegría. No pudo dormir, de la agitación, porque había
quedado con Alma en ir al cine al día siguiente. Cuando fue a buscarla, le llevó un ramo de
narcisos. En el cine tuvo que enfrentarse al peligro de sentarse en la butaca, pero lo venció. Vio
toda la película con el cuerpo inclinado hacia delante, para que su peso descansara sobre los
muslos y no sobre la parte que era de cristal. Si Alma lo notó, no dijo nada. Él movió la rodilla un
poco, y luego un poco más, hasta encontrar la de ella. Estaba sudando. Terminó la película, y él
no hubiera podido decir de qué trataba. Propuso dar un paseo por el parque y esta vez fue él quien
se detuvo, abrazó a Alma y la besó. Cuando empezaron a temblarle las rodillas y se imaginó a sí
mismo hecho añicos a los pies de ella, reprimió el impulso de soltarla. Deslizó los dedos por su
espalda de arriba abajo, sobre la fina blusa y, durante un momento, se olvidó del peligro,
agradeciendo que el mundo marque divisiones, para que podamos superarlas sintiendo la dicha de
acercarnos al otro más y más, aun reconociendo en el fondo, con tristeza, que hay diferencias
insuperables. De pronto notó que estaba temblando violentamente. Tensó los músculos para
dominarse. Alma notó su vacilación. Se echó atrás y lo miró como dolida, y él entonces casi dijo
las dos frases que hacía años que deseaba decir: «Una parte de mí es de cristal», y también: «Te
quiero.» Pero no llegó a pronunciarlas.
Vio a Alma otra vez. Él no sabía que sería la última. Pensaba que todo estaba empezando.
Pasó la tarde ensartando minúsculas pajaritas de papel en un hilo, para hacerle un collar. Antes de
salir, tomó del sofá de su madre una almohadilla de punto de cruz y se la metió en el fondillo del
pantalón, como medio de protección, preguntándose cómo no se le había ocurrido antes.
Aquella noche, después de dar a Alma el collar y abrochárselo delicadamente mientras ella lo
besaba, sintió un ligero temblor cuando ella lo acarició espalda abajo y se detuvo un momento
antes de introducir la mano bajo el pantalón, para luego retroceder con una expresión mezcla de
hilaridad y horror, una expresión que le recordó un dolor que él nunca había dejado de conocer.
Entonces le dijo la verdad. Por lo menos, trató dé decirle la verdad, pero sólo le salió media
verdad. Después, mucho después, descubrió que había dos cosas de las que siempre se
arrepentiría: una, que cuando ella se echó hacia atrás, él vio a la luz de la farola que el collar le
había arañado la garganta, y dos, que en el momento más importante de su vida no había sabido
elegir las palabras.
Estuve mucho tiempo allí sentada, leyendo los capítulos que había traducido mi madre.
Cuando terminé el décimo ya sabía lo que tenía que hacer.
34. YA NO QUEDABA NADA QUE PERDER
Arrugué la carta de mi madre y la eché a la papelera. Corrí a casa y subí a mi habitación, a
escribir una carta al único hombre que podía hacer que mi madre cambiara. Tardé horas en
redactar el borrador. Aquella noche, después de que ella y Bird se acostaran, me levanté de la
cama, bajé al recibidor y me llevé a la habitación la máquina de escribir que a mi madre aún le
gusta utilizar para escribir las cartas de más de veinte palabras. Tuve que repetirla muchas veces
hasta conseguir mecanografiarla sin faltas. La leí una última vez, la firmé con el nombre de mi
madre y subí a acostarme.
Perdóname.
Casi todo lo que se sabe de Zvi Litvinoff procede de la introducción que su esposa escribió
para la reedición de La Historia del Amor, hecha varios años después de la muerte del autor. El
tono de la prosa, tierno y discreto, está modulado por la devoción de quien ha dedicado su vida al
arte de otra persona. Empieza así: «Conocí a Zvi en Valparaíso, en el otoño de 1951, a los veinte
años. Lo había visto a menudo en los cafés frente al mar que yo frecuentaba con mis amigas. Él
llevaba abrigo hasta en los meses más calurosos y contemplaba la vista con gesto taciturno. Tenía
casi doce años más que yo, pero había en su persona algo que me atraía. Yo sabía que era un
refugiado, por el acento con que hablaba en las raras ocasiones en que alguien, también de aquel
otro mundo, se paraba un momento junto a su mesa. Mis padres emigraron a Chile cuando yo era
pequeña. Veníamos de Cracovia, por lo que yo veía en él algo que me resultaba familiar y
conmovedor. Alargaba mi café mientras observaba como él se leía todo el periódico. Mis amigas