Si Litvinoff tosía cada vez más a medida que transcurrían los años —con una tos áspera que lo
sacudía de arriba abajo, le hacía doblar el cuerpo y levantarse de la mesa en las cenas, le impedía
ponerse al teléfono y lo obligaba a rechazar las invitaciones a hablar en público— no era tanto
porque estuviera enfermo como porque había algo que deseaba decir. Cuanto más tiempo pasaba,
más ansiaba decirlo y más imposible se le hacía. A veces se despertaba en plena noche con una
sensación de pánico. «¡Rosa!», gritaba. Pero, antes de que las palabras salieran de su boca, él
sentía en el pecho la mano de ella y, al oír su voz («¿Qué tienes? ¿Qué te ocurre, mi vida?»), se
acobardaba, pensando en las consecuencias. Y entonces, en vez de decir lo que quería decir,
decía: «Nada, no es nada. Una pesadilla.» Esperaba a que ella volviera a dormirse, se levantaba y
salía al balcón.
Cuando era joven, Litvinoff tenía un amigo. No era su mejor amigo, aunque sí un buen amigo.
Lo vio por última vez el día que se marchaba de Polonia. El amigo estaba en la esquina de una
calle. Ya se habían despedido, pero los dos habían vuelto la mirada atrás. Así estuvieron un rato.
El amigo estrujaba la gorra con una mano apretándola contra el pecho. Levantó la mano para
saludar a Litvinoff y sonrió. Luego se hundió la gorra hasta los ojos, dio media vuelta y
desapareció entre la gente, con las manos vacías. No había día en que Litvinoff no pensara en
aquel momento y aquel amigo.
A veces, en sus noches de insomnio, Litvinoff se iba a su estudio y sacaba su ejemplar de La
historia del amor. Había leído tantas veces el capítulo 14, «La Edad de Hilo», que el libro
siempre se abría por esas páginas.
Son tantas las palabras que se pierden... Salen de la boca, se atemorizan y vagan sin
rumbo hasta que son barridas a la cuneta como hojas secas. Los días de lluvia puede oírse
su coro que se aleja veloz: YoerabonitaNotevayastelosuplicoTambiényocreoquetengo-
elcuerpodecristalNuncahequeridoanadiemásqueatiYomeencuentrodivertida.
Perdóname
Hubo un tiempo en que era normal ensartar las palabras en un hilo para guiarlas y evitar
que se extraviaran por el camino hacia su destino. Los tímidos solían llevar un carrete en el
bolsillo, pero la gente pensaba que también lo necesitaban los audaces que hablaban a
gritos, porque muchas veces los que están habituados a ser oídos por muchos no saben
hacerse oír por uno solo. La distancia física entre dos personas que estuvieran usando el
hilo no tenía por qué ser larga; a veces, cuanto más corta la distancia más necesario era el
hilo.
La idea de colocar vasos en los extremos del hilo llegó mucho después. Hay quien dice
que se debió al irreprimible impulso de acercarnos caracolas a los oídos, para oír el eco de
la primera expresión del mundo. Otros aseguran que la inició un hombre que sostenía el
extremo de un hilo que iba soltando por el océano una muchacha que se fue a América.
Cuando el mundo se hizo más grande y ya no hubo suficiente hilo para impedir que las
cosas que la gente quería decir se dispersaran en el vacío, se inventó el teléfono.
A veces, no hay hilo que sea lo bastante largo para que uno pueda decir lo que debe. En
tales casos, lo único que puede hacer el hilo, cualquiera que sea su forma, es conducir el
silencio de una persona.Litvinoff tosía. El libro impreso que tenía en la mano era copia de una copia de una copia de
una copia del original, que ya no existía más que en su cabeza. Tampoco era el «original»
propiamente dicho, el libro ideal que imagina un autor al ponerse a escribir. El original que
existía en la cabeza de Litvinoff era el recuerdo del manuscrito, redactado en su lengua materna,
que había tenido en las manos el día en que se despidió de su amigo. Ellos no sabían si aquélla
sería la última vez que se veían. Pero en su interior los dos se lo habían preguntado.
Por entonces, Litvinoff era periodista. Escribía las notas necrológicas de un diario. De vez en
cuando, por la noche, al salir de la redacción, iba a un café frecuentado por artistas y filósofos.
Como apenas conocía a nadie, solía pedir una bebida y fingir que leía un periódico, que ya había
leído, mientras escuchaba las conversaciones de alrededor.
—¡El concepto de tiempo fuera de nuestra experiencia es intolerable!
—Marx, no te jode.
—¡La novela ha muerto!
—Antes de dar nuestra aprobación debemos considerar detenidamente...
—La liberación es sólo el medio para alcanzar la libertad; ¡no es sinónimo de ella!
—¿Malevich? Mis mocos son más interesantes que ese pollino.
—¡Y eso, amigo mío, es lo que tiene de malo pensar!
A veces, Litvinoff discrepaba de algún argumento y mentalmente lo rebatía con brillantez.
Una noche oyó una voz a su espalda:
—Debe de ser bueno el artículo: hace media hora que estás leyéndolo.
Con un sobresalto, Litvinoff levantó la mirada y vio la cara de su amigo de la infancia que le
sonreía. Se abrazaron, advirtiendo cada uno los pequeños cambios que el tiempo había dejado en
el aspecto del otro. Litvinoff siempre había congeniado con este amigo, y le preguntó qué había
hecho durante los últimos años.
—Trabajar, como todo el mundo —dijo el amigo acercando una silla.
—¿Y cuándo escribes? —preguntó Litvinoff.
El amigo se encogió de hombros.
—Por la noche hay silencio. Nadie me molesta. El gato de mi casera viene a mi cuarto y se me
enrosca en las rodillas. Generalmente, me duermo sentado a la mesa y me despierto cuando el
gato se va, a la primera luz del día.
Y, sin saber por qué, los dos se rieron.
Desde entonces, todas las noches se encontraban en el café. Con creciente preocupación,
comentaban los movimientos de los ejércitos de Hitler y los rumores de los actos que se cometían
contra los judíos, hasta que el desánimo se apoderaba de ellos.
—¿Y si habláramos de cosas más agradables? —decía el amigo.
Litvinoff se alegraba de poder cambiar de conversación y exponerle alguna de sus teorías
filosóficas, hacerlo partícipe de su último plan para conseguir dinero rápido, en el que intervenían
medias de señora y el mercado negro, o describirle a la bonita vecina de enfrente. El amigo, a su
vez, enseñaba a Litvinoff fragmentos de su trabajo. Cosas pequeñas, un párrafo de aquí y otro de
allá, pero que siempre conmovían a Litvinoff. Nada más leer la primera página, comprendió que,
en el tiempo transcurrido desde que iban a la escuela, su amigo se había convertido en un
verdadero escritor.
A los pocos meses, cuando se supo que Isaac Babel había muerto a manos de la policía secreta
de Moscú, se encomendó a Litvinoff escribir la nota necrológica. Era un encargo importante en el
que trabajó con empeño, buscando el tono adecuado para glosar la trágica muerte de un gran
escritor. No salió de la redacción hasta después de las doce, pero aquella fría noche, mientras
caminaba hacia su casa, se sonreía interiormente, seguro de que había escrito uno de sus mejores
obituarios. Con frecuencia tenía que trabajar con un material muy frágil y pobre, hilvanando
frases con cuatro superlativos, tópicos y apuntes de una gloria falsa, ensalzando la vida del
difunto y magnificando la pérdida causada por la muerte. Pero esta vez no. Esta vez había tenido
que esmerarse mucho para situarse a la altura del sujeto, pelear de firme para encontrar las
palabras adecuadas para hablar de un hombre que había sido maestro de la palabra, que había
luchado contra el tópico durante toda su vida, con el afán de traer al mundo una nueva manera depensar y escribir; y hasta de sentir. Y el premio por su labor había sido la muerte ante un pelotón
de fusilamiento.
La nota salía en el periódico del día siguiente. El director lo llamó a su despacho para
felicitarlo. Algunos compañeros también lo elogiaron. Aquella noche, en el café, hasta su amigo
alabó su trabajo. Litvinoff, feliz y orgulloso, lo invitó a vodka. .
Una noche, un par de semanas después, su amigo no acudió al café. Litvinoff estuvo
esperándolo una hora y media, y se fue a su casa. A la noche siguiente volvió a esperar y el amigo
volvió a faltar. Litvinoff, preocupado, se dirigió hacia la casa donde se alojaba su amigo. Nunca
había estado allí, pero sabía la dirección. Lo sorprendió la sordidez del lugar, las paredes
mugrientas y el olor a rancio de la escalera. Llamó a la primera puerta que encontró. Abrió una
mujer. Litvinoff preguntó por su amigo.
—Ah, sí, el gran escritor. Ultimo piso a la derecha —dijo ella señalando hacia lo alto con el
pulgar.
Litvinoff estuvo llamando durante cinco minutos hasta que al fin oyó los pesados pasos de su
amigo. Se abrió la puerta y apareció el amigo, en pijama, pálido y demacrado.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Litvinoff.
El amigo se encogió de hombros y tosió.
—Ten cuidado no te contagie —dijo mientras volvía a la cama arrastrando los pies. Litvinoff,
plantado en medio de la pequeña habitación de su amigo, quería ayudar pero no sabía cómo. Al
fin, desde las almohadas, llegó una voz:
—No vendría mal una taza de té.
Litvinoff corrió al rincón en el que había una precaria cocinita y se puso a revolver buscando
un cacharro.
—En la estufa —dijo su amigo con voz débil.
Mientras se calentaba el agua, Litvinoff abrió la ventana para ventilar y lavó los platos.
Cuando llevó la humeante taza de té a su amigo, vio que él temblaba de fiebre. Cerró la ventana y
bajó a pedir una manta a la casera. Al fin el amigo se durmió. Sin saber qué hacer, Litvinoff se
sentó en la única silla y esperó. Al cabo de un cuarto de hora, un gato maulló en la puerta.
Litvinoff abrió, pero el animal, al ver que su compañero nocturno estaba indispuesto, dio media
vuelta y se fue.
Frente a la silla había un escritorio y, encima, varias hojas esparcidas. La mirada de Litvinoff
tropezó con una de ellas y, después de cerciorarse de que su amigo dormía, la levantó. En el
encabezamiento se leía: «Muerte de Isaac Babel.»
Hasta que lo acusaron del crimen del silencio no descubrió Isaac Babel cuántas clases
de silencio hay. Cuando oía música, ya no escuchaba las notas sino los silencios entre nota
y nota. Cuando leía un libro, se entregaba a las comas y los punto y comas, al espacio que
sigue al punto y al que precede a la mayúscula de la fase siguiente. En una habitación,
descubría los lugares en que se recoge el silencio, los pliegues de los cortinajes, las fuentes
hondas de la vajilla de plata. Cuando se hablaba de él, oía más lo que se callaba que lo que
se decía. Aprendió a descifrar el significado de ciertos silencios, que es como resolver un
caso difícil sin pistas, sólo por intuición. Y nadie podía acusarlo de no ser prolífico en el
oficio elegido. Cada día producía epopeyas enteras de silencio. Al principio era difícil.
Imagina el suplicio de guardar silencio cuando tu hijo te pregunta si Dios existe, o tu
amada te pregunta si tú también la amas. Al principio, Babel ansiaba poder usar sólo dos
palabras: sí y no. Pero sabía que una sola palabra que pronunciara cortaría el frágil fluido
del silencio.
Incluso cuando lo arrestaron y quemaron todos sus manuscritos, que eran páginas en
blanco, él se negó a hablar. Ni un gemido salió de su garganta cuando le dieron un golpe en
la cabeza y una patada en la entrepierna. Hasta el último momento, ya frente al pelotón, no
concibió el escritor Babel súbitamente la posibilidad de haberse equivocado. Cuando los
rifles le apuntaban al pecho, se preguntó si lo que él había tomado por la riqueza del
silencio no sería en realidad la pobreza de no ser oído. Él pensaba que las posibilidades del
silencio humano eran infinitas. Pero en el momento en que las balas partían de los rifles, la
verdad le taladró el cuerpo. Y una pequeña parte de él rió con amargura porque, en