1. CÓMO ENCENDER FUEGO SIN CERILLAS
Busqué Alma Mereminski en Internet. Pensé que alguien podía haber escrito algo sobre ella o
que tal vez encontraría información acerca de su vida. Escribí su nombre y pulsé intro. Pero lo
único que salió fue una lista de inmigrantes llegados a Nueva York en 1891 (Mendel Mereminski)
y nombres de víctimas del Holocausto registrados en Yad Vashem (Adam Mereminski, Fanny
Mereminski, Nacham, Zellig, Hershel, Bluma, Ida, pero ninguna Alma, lo que fue un alivio,
porque no quería perderla antes de haber empezado a buscarla).
2, MI HERMANO ME SALVA LA VIDA CONTINUAMENTE
El tío Julian se alojaba en nuestra casa. Había venido a Nueva York a acabar de documentarse
para un libro que estaba escribiendo desde hacía cinco años sobre el escultor y pintor Alberto
Giacometti. La tía Frances se había quedado en Londres, para cuidar del perro. El tío Julian
dormía en la cama de Bird, quien dormía en la mía, y yo en el suelo, en mi saco ciento por ciento
de plumón, aunque una auténtica especialista en supervivencia no necesita saco ya que, en una
emergencia, le basta con matar unos pájaros y meterse las plumas debajo de la ropa, para
conservar el calor del cuerpo.
A veces oía a mi hermano hablar en sueños. Medias palabras, nada que pudiera entender.
Excepto una vez que habló con una voz tan alta que creí que estaba despierto.
—No vayas por ahí —dijo.
—¿Qué? —pregunté incorporándome.
—Es muy hondo —murmuró, y se volvió de cara a la pared.
3. PERO POR QUÉ
Un sábado, Bird y yo fuimos con el tío Julian al Museo de Arte Moderno. Bird se empeñó en
pagar su entrada con los beneficios de la venta de limo-nada. Estuvimos paseando mientras el tío
Julian hablaba con un conservador en el piso de arriba. Bird preguntó a un guardia de seguridad
cuántos surtidores había en el edificio. (Cinco.) Estuvo haciendo ruidos de videojuego con la
garganta hasta que le dije que se callara. Luego contó las personas con tatuajes a la vista. (Ocho.)
Nos paramos delante de un cuadro de un montón de personas tumbadas en el suelo.
—¿Por qué están tumbados? —preguntó.
—Porque los han matado —dije, aunque en realidad no sabía por qué estaban allí, ni siquiera
si eran personas. Crucé la sala para mirar otro. Él me siguió.
—Pero ¿por qué los han matado? —preguntó.
—Porque necesitaban dinero y entraron en una casa a robar —dije mientras empezaba a bajar
por la escalera mecánica.
Camino de casa, en el metro, Bird me tocó el hombro.
—¿Para qué necesitaban el dinero?
4. A LA DERIVA
—¿Qué te hace pensar que esa Alma de La historia del amor es ser real? —preguntó Misha.
Estábamos sentados en la playa, detrás del bloque de apartamentos donde vivía él, con los pies
hundidos en la arena, comiendo los bocadillos de rosbif y rábano picante de la señora Shklovsky.—Un —dije.
—¿Un qué?
—Un ser real.
—Está bien, pero contesta mi pregunta.
—Pues claro que es real.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque sólo hay una explicación de por qué Litvinoff, el que escribió el libro, no le puso
nombre español como a los demás.
—¿Por qué?
—No podía.
—¿Por qué no?
—¿Es que no te das cuenta? Él podía cambiar cualquier otro detalle, pero no podía cambiarla a
ella.
—¿Y por qué no?
Me frustraba que fuera tan corto de entendederas.
—¡Porque estaba enamorado de ella! Porque, para él, ella era lo único real.
Misha masticó un bocado de rosbif.
—Me parece que ves demasiadas películas —dijo.
Pero yo sabía que no me equivocaba. No había que ser un genio para comprenderlo, después
de leer La historia del amor.
5. LAS COSAS QUE QUIERO DECIR SE ME ENCALLAN EN LA BOCA
Fuimos andando por el paseo entarimado en dirección a Coney Island. Hacía un calor
asfixiante y a Misha le resbalaba el sudor por la sien. Al pasar junto a unos viejos que jugaban a
las cartas, Misha los saludó. Uno muy arrugado, con un bañador pequeñísimo, agitó una mano.
—Piensan que eres mi novia —dijo Misha.
Yo tropecé con una tabla. Sentí que me ardía la cara y pensé: Soy la persona más patosa de
este mundo.
—Pues no lo soy —dije, aunque no era eso lo que quería decir. Volví la cara, fingiendo interés
por un niño que iba hacia la orilla arrastrando un cocodrilo hinchable.
—Yo lo sé, pero ellos no lo saben —dijo Misha.
Tenía quince años cumplidos, había crecido casi diez centímetros y ya se afeitaba el bigote.
Cuando nos metíamos en el agua y él se zambullía en las olas, yo miraba su cuerpo y sentía en el
estómago algo que no era dolor sino otra cosa.
—Te apuesto cien dólares a que ella está en la guía —dije. Yo no me lo creía ni loca, pero fue
lo único que se me ocurrió decir para cambiar de tema.
6. BUSCANDO A ALGUIEN QUE SEGURAMENTE NO EXISTE
—Busco el número de Alma Mereminski. M-e-r-e-m-i-n-s-k-i —dije.
—¿Qué distrito? —preguntó la telefonista.
—No lo sé. —Silencio y ruido de teclas. Misha miraba a una muchacha con un biquini
turquesa que pasaba patinando. La telefonista decía algo.
—¿Cómo?
—Digo que hay un A. Mereminski en la calle Ciento cuarenta y siete del Bronx. Tome nota
del número.
Me lo escribí en la mano. Misha se acercó.
—¿Qué?
—¿Tienes un cuarto de dólar? —pregunté. Sabía que era una tontería, pero, ya puestos, decidí
probar. Él arqueó las cejas y metió la mano en el bolsillo de los pantalones cortos. Marqué el
número. Contestó un hombre—. ¿Está Alma? —pregunté.
—¿Quién?
—Deseo hablar con Alma Mereminski.
—Aquí no hay ninguna Alma. Se equivoca. Me llamo Artie —dijo el hombre, y colgó.
Volvimos al apartamento de Misha. Entré en el baño, que olía al perfume de la hermana. De
una cuerda colgaban unos calzoncillos grisáceos del padre. Cuando salí, Misha estaba en su
cuarto, sin la camisa, leyendo un libro en ruso. Mientras se duchaba, lo esperé sentada en su
cama, pasando hojas impresas en cirílico. Oía caer el agua y la tonada que él cantaba, pero no
entendía la letra. Me eché en la cama y, al poner la cabeza en la almohada, olía a él.
7. SI LAS COSAS SIGUEN ASÍ
Cuando Misha era pequeño, en verano su familia iba a la dacha que tenían en el campo, y él y
su padre bajaban del desván las redes cazamariposas y trataban de atrapar algunas de las
mariposas migratorias que llenaban el aire. La vieja casa estaba repleta de porcelana china de la
abuela y de mariposas enmarcadas, cazadas por tres generaciones de chicos Shklovsky. Con los
años, se les caían las finas escamas y, cuando corrías descalzo por la casa, la porcelana tintineaba
y el polvo de ala de mariposa se te pegaba a la planta de los pies.
Hace meses, la víspera del cumpleaños de Misha, decidí hacerle una postal con una mariposa.
Me conecté a Internet, con intención de bajarme la foto de una mariposa rusa, pero entonces
encontré un artículo que decía que, durante las dos últimas décadas, ha disminuido el número de
la mayoría de las especies de mariposas y la velocidad de la extinción es diez mil veces mayor de
lo normal. También decía que cada día se extinguen por término medio setenta y cuatro especies
de insectos, animales y plantas. Basándose en estas y otras no menos escalofriantes estadísticas,
continuaba el artículo, los científicos creen que nos hallamos en la sexta extinción masiva de la
historia de la vida en la Tierra. Antes de treinta años puede haberse extinguido casi la cuarta parte
de los mamíferos. Una de cada ocho especies de aves habrá desaparecido dentro de poco. Durante
el último medio siglo, se ha extinguido el noventa por ciento de los grandes peces.
Busqué extinciones masivas.
La última se produjo hace sesenta y cinco millones de años, cuando probablemente un
asteroide chocó con nuestro planeta, matando a todos los dinosaurios y aproximadamente la mitad
de los animales marinos. Con anterioridad se había producido la extinción del triásico (causada
también por un asteroide o quizá por volcanes), que destruyó hasta el noventa y cinco por ciento
de las especies, y antes hubo la de finales del devónico. La que se halla en curso será la más
rápida en los 4.500 millones de años de historia de la Tierra y, a diferencia de las anteriores, está
provocada no por cataclismos naturales sino por la ignorancia de los seres humanos. A este paso,
dentro de cien años la mitad de las especies habrá dejado de existir.
Por lo tanto, no puse mariposas en la postal para Misha.
8. INTERGLACIAL
Aquel febrero en que mi madre recibió la carta en la que se le pedía que tradujera La historia
del amor cayó más de medio metro de nieve, y Misha y yo hicimos una cueva en el parque.
Trabajamos durante horas, no sentíamos los dedos, pero seguíamos cavando en la nieve. Cuando
estuvo terminada, nos metimos en ella a rastras. Por la puerta entraba una luz azulada. Nos
sentamos hombro con hombro.
—Quizá un día te lleve a Rusia —dijo Misha.
—Podríamos acampar en los Urales —dije yo—. O en las estepas de Kazajstán. —Al hablar
nos salían nubecitas de la boca.
—Te llevaré a la habitación en que vivíamos mi abuelo y yo y te enseñaré a patinar en el Neva
—dijo Misha.
—Yo podría aprender ruso.
Misha asintió.
—Yo te enseñaré. Primera palabra: Dai.
—Dai.
—Segunda palabra: Ruku.
—¿Qué significa?
—Primero dila.
—Ruku.