Recordé aquella vieja promesa, donde juré darle muerte a quien se atrevió a darme cacería en una ocasión. Después de todo ese tiempo, al fin había encontrado la verdadera razón de mi fracaso. Aún recordaba su sonrisa al verme clavar mi daga en su pecho la primera vez. Su enfermizo masoquismo era repugnante al extremo. Hoy, cuando sacaba mi daga por segunda vez de su pecho, lograba darle fin a su existencia. Había descubierto el truco de su "inmortalidad". Su dextrocardia ya no me era un conocimiento ajeno, y tan pronto deduje el misterio, no dudé en acabar con Ariel.
Mi mentor yacía en el suelo, mientras lo contemplaba en silencio pensaba en los dos años que transcurrieron desde que abandonamos el monasterio. Pensaba en toda la sangre que corrió desde que ambos nos juntamos, potenciando el mal que ya navegaba por este mundo.
Éramos el caos y la destrucción de cada pueblo con el que nos topábamos. El dolor de los inocentes y el karma de los bandidos.
Aún escuchaba sus últimas palabras retumbando en mis oídos, robándome el aliento y alterando cada fibra de mis nervios.
Cuando lo alcanzara en el más allá, probablemente correría a buscarlo sólo para continuar con la cacería. Haría que se arrepintiera desde el mismísimo instante en que se atrevió a ponerme un dedo encima.
Mientras mi respiración intentaba desesperadamente recuperarse, dejé de contemplar aquel cuerpo mutilado y visualicé aquel espejismo que se le desprendía. Lucharía con aquella espantosa alma carroñera si así lo quería, pero aunque lo veía muy dispuesto a ello, primero debería sortear su suerte con sus "buscadores". Así es, "Los Buscadores" eran sombras que aparecían justo cuando se levantaba un hedor tan desagradable como el que provocaba cualquier criatura muerta al tercer día. Seres a los que llamé "Buscadores" porque aparecían cada vez que un asesino moría, como si reclamasen por sus actos, llevándoselos a cuál infierno más cruel.
Un destino atormentador para mi alma descarriada, que sólo podía contemplar aquella escena una y otra vez, cada vez que sacaba mi daga del cuerpo de uno de los míos. Asesinos desalmados y despiadados, conocíamos muy bien qué nos esperaba después de este mundo. Por esa razón, muchos de los nuestros se emperraban en hacer lo que se les antojara en este otro. Un mundo que no les había mostrado más que amarguras y que amoldándose a ése modelo, convirtieron la vida de los demás en un infierno mismo.
No podía negar que temía aquel final, pero cada vez que veía a los buscadores y contemplaba la forma en cómo se llevaban a rastras a mis victimas, comprendía que todo debía de tener un balance. Toda alma debía aprender qué fue lo que hizo mal, ya sea por las buenas o por las malas. Debía aprender lo básico, siendo básico... así quizás volvería a ver a mi mentor nuevamente en esta vida, convertido en alguna mosca molesta o en forma de una larva bajo la bosta de un animal.
Fuera cual fuera el ser diminuto en el que volviera, su ciclo comenzaría y sólo esperaba que al igual que él, yo también tuviera mi oportunidad de renacer. Ya que de nuestra alma sólo quedaba una pizca de ilusión, el resto había sido infestado por nuestras acciones.
La verdad era que, no creía que tuviéramos esperanzas ni él ni yo. Habíamos hecho demasiadas atrocidades como para recibir tan tremendo perdón.
No lo merecíamos, no lo necesitábamos. Porque probablemente, tarde o temprano caeríamos en lo mismo.
Aquellos pensamientos fueron tan pasajeros e inconsistentes que no les di pie ni cabida, estaba enfocada en encontrar un lugar seguro donde pudiera lavar mi culpa con un poco de agua.
Cuando sentí el agua del río corriendo libremente entre los dedos de mis pies, no dudé en abalanzarme sobre él. Mis prendas ensangrentadas no perdían los rastros de sangre, el único legado que me quedó de mi mentor. Nadé en el río desnuda, lavando mi cara una y otra vez, que poco a poco notaba más enrojecida.
Estaba entrando en shock, y lo único que quería hacer era lavarme la sangre que se empeñaba en no salir. Sin embargo, la cuestión no era ésa. Mi cuerpo no era el que estaba manchado por la culpa, sino mi pobre alma que sentía cómo repercutían directamente sobre ella todas las consecuencias de mis propios actos.
Estaba sola. Respirando el frío del invierno más crudo. Desnuda nadando en un río cuyas aguas heladas no alcanzaban para purificar a todo mí ser.
Contemplé aquellas montañas con una nostalgia que apenas podía percibir, ése no era más que el principio de una tarea que había dejado dormitar por un breve instante de distracción. Debía volver a mi centro, ignorando el dolor y cualquier rasgo de sentimientos. Cuando comprendí que el frío no haría nada por mí, me salí del agua y me vestí con las prendas que había robado en el último poblado. Era ropa que jamás había usado, por lo que me pareció adecuado para la ocasión. Contemplé los harapos manchados de sangre, y los dejé atrás. Avancé en mi camino, dejando un cuerpo mutilado y una parte de mí que ya jamás volvería a ser.