Manuela. Así llamaron a mi bisabuela. La cual dicen que enloqueció, aunque hoy en día solo sería diagnosticada de una de las peores enfermedades que pueden tocarle a una persona, la enfermedad del olvido, Alzheimer.
A mis cuarenta años he sufrido tanto que he creído enloquecer o lo mismo lo estoy, e ahí tanta confusión.
Soltera, con un compromiso junto a su mirada, aquel que me persigue allá por donde doy un paso. Siempre descubre mi destino. Siempre accede a mi mirada. Nunca descubre mi final.
Un final. Con un billete de avión o de tren en mis manos. Mi maleta y el pañuelo que cogí aquel mes de verano, donde todo cambió, donde debí huir de todo. Hasta de él.
Nunca pretendí causarle dolor. Pero debí hacerlo.
Romper con todo lo que me rodeaba.
Durante estos años di todo lo que podía dar. Vendí a cero euros o dólares mi bondad, mi respeto y mi decisión.
Le acompañé tanto o más que me ahogué en cada uno de los “si” que le respondía, hasta que dejé respirar mi aire, para respirar el suyo a cambio de recibir mi propia muerte.
Antes de conocer la tristeza del día a día trabajé en un camino de ilusiones donde yo era mi única protagonista.
Creí que nunca heredaría esa locura que mi familia siempre me recordó, ya que me sentía, aunque unida a un nombre muy diferente a ese recuerdo.
Pero el otoño llegó a mí. Quince años atrás desde estas palabras. Su llegada, una ilusión falsa, llena de mentiras sin resolver y un destino de angustia existencial. Todo llegará a su fin y ese fin será una vida envuelta en engaños.
Y es que Manuela era mucha mujer para alguien tan inferior o más bien para algo tan deprimente.
— ¡Manuela, despierta, abre los ojos! —gritó Agustín mientras zarandeaba mi pequeño cuerpo— ¡Estás viva!
Poco a poco mis párpados se fueron elevando, sin creerme aún que aquel dolor tan profundo que sentía podía superar a la muerte. Desvié la mirada hacía mi amigo y accedí a darle mi mano para incorporar mi doloroso cuerpo. La sangre se mezclaba con los miles de cristales que descansaban en el suelo. Horrorizada pensé pisarlos. En sentir más dolor, en soltar las pocas lágrimas que quedaban en mi interior. Pero allí estaban los brazos de amigo, levantándome y prohibiéndome de nuevo el sufrimiento.
— ¿Qué ha ocurrido, chiquilla? —preguntó Agustín.
— Todo se ha roto —respondí en un susurro ahogado.
— ¿Por qué lo hiciste? —interrogó de nuevo mi amigo mientras observaba todo el destrozo ocasionado.
— ¡¡Yo no hice nada!! —le grité con voz enfurecida.
— ¡¿Entonces quién fue?!
— ¡Él, fue él! —le imploré mientras señalaba uno de los cristales que yacían en el suelo de mi salón.
— ¿Un cristal?
— ¡No…el! —le dije volviendo a señalar el jarrón destrozado.
Solo mi respiración entrecortada y el sonido de la puerta principal al cerrarse llegó a mis oídos en ese momento. Alcé mi mirada de aquella locura y fui participe de mi soledad.
— ¿Agustín? —pregunté con voz temblorosa mientras me levantaba del sofá y me dirigía la entrada de mi casa— ¿Estás?
Pero mi amigo ya no estaba. Me creí abandonada, engañada y pisoteada por quien creí mi hermano en vida. Comencé a caminar hasta mi oficina, levanté la pantalla de mi ordenador y busqué la página de reservas de aviones. Debía huir donde no me encontrara así que la opción de “Buscar destino” se hizo mi mejor amiga momentánea.