Dormido como estaba, un mal presentimiento comenzó a quemarle en el centro del pecho, como si una pasta caliente goteara desde lo alto del cielo raso. Tal vez eso lo despertó. Sintió la boca seca y el estómago vacío. Nada nuevo. Los ruidos de la avenida trepaban los ocho pisos necesarios para colarse a través de la ventana abierta, acentuando la pesadez de ese aire pegajoso que lo aplastaba contra el colchón. De inmediato recordó el llamado del día anterior. Se quedó en la cama un momento más, boca arriba, inmóvil con los ojos abiertos, mirando nada. Necesitaba el dinero que le habían prometido, pero también sabía bien que no era tiempo de jugar al detective. No quería admitirlo, pero ya estaba arrepentido de haber aceptado el caso.
Se incorporó en la cama, y a través de la puerta entreabierta alcanzó a ver las piernas de Susana plegadas detrás del escritorio de recepción. Le gustó ver esas piernas, porque imaginaba que pertenecían a otra mujer. ¿Qué hora era? El televisor estaba encendido, lo supo porque desde el living llegaban los diálogos de la novela venezolana de todos los días. Deben ser las doce, se dijo. La una a más tardar. Levantó la cama y la empotró en la pared; ahora simulaba ser un armario donde se guardaban expedientes de investigaciones pasadas. El whisky de la noche anterior le bailaba en los riñones, le hacía entrecerrar los ojos ante la luz estrepitosa que entraba por la ventana. Buscó por el piso los únicos pantalones limpios que le quedaban –Susana se negaba a ocuparse de su ropa sucia— y eligió una de las dos camisas que colgaban de las perchas; luego se fijó debajo del escritorio a ver dónde había quedado el cinturón. Los zapatos no aparecían por ninguna parte, eran de cuero blanco, con una lenguita color té con leche. Algunos años atrás habían pertenecido a un inquilino del edificio, un profesor de ciencias sociales casado con una profesora de geografía. Los dos eran aficionados al golf, no tenían hijos, y una noche oscura unos señores habían venido a visitarlos; pusieron la música fuerte y revolvieron toda la casa. Al pasar los días la puerta de su apartamento continuaba abierta, el portero había subido a cerrar la llave de gas, y de paso había tomado algunas cosas, entre ellas los zapatos que días después le regaló a Pereyra porque a él no le entraban. Con paciencia y dedicación, Pereyra había conseguido quitarle los tapones de la suela y transformarlos en zapatos de vestir. Por qué se habían llevado a esa pareja de profesores él no lo sabía. Tampoco parecía importarle.
Todavía sin vestirse, apenas en calzoncillos y con un par de calcetines azules, atravesó el pasillo a la vista de Susana, en su recorrido evitó mirar hacia el escritorio de recepción, y al entrar al baño cerró la puerta con llave. Abrió la ducha y metió la cabeza debajo del chorro de agua fría; era el modo que tenía de salir de la resaca, de entrar al mundo. Café no tenía, agua caliente para ducharse tampoco. Se quedó ahí unos cuántos minutos, intentaba aclarar la mente, encontrar el modo de poder cobrar el adelanto sin tener que involucrarse en nada. Cuando regresó a su despacho, buscó en los bolsillos del saco a ver si todavía le quedaba algún sobre de figuritas. Pertenecían a una colección de distintos personajes de lucha libre mexicana. De vez en cuando, dentro de aquellos sobres venía una figurita dorada, más gruesa que el resto, impresa con una tinta especial y más de esa pasta de pegamento del otro lado. Sólo le quedaba un sobre sin abrir; lo sostuvo unos segundos, no sabía cuándo iba a poder conseguir más. Lo tanteó con los dedos pretendiendo adivinar que figuritas le habían tocado, quería saber si en su interior habría alguna de las doradas. Volvió a guardarlo, por ahora se aguantaba, pero estaba seguro que iría a necesitarlo más tarde.
Se cambió de espaldas a Susana, que de vez en cuando estiraba el cuello para espiarlo. Al salir de su despacho se dirigió hacia la puerta de calle. Con voz de jefe enojado Pereyra dijo:
-Voy a una reunión de trabajo. Conteste el teléfono y no mire tanta novela. Al menos simule que trabaja.
Ella, sin apartar los ojos del televisor, murmuró algo que Pereyra no llegó a entender. Mejor. Muy posiblemente había sido una puteada
Pereyra se asomó al pasillo, no había nadie. Mientras bajaba los seis pisos por el ascensor, aprovechó y se peinó con los dedos el pelo todavía húmedo, viéndose deforme en ese viejo espejo que vibraba cada vez que la caja metálica en la que descendía se acomodaba entre sus guías de metal. Cuando salió a la avenida le pareció menos bulliciosa que de costumbre, hasta que el tráfico que estaba detenido en el semáforo volvió a ponerse en movimiento. El bar donde debían encontrarse quedaba a unas pocas cuadras de allí; Pereyra se preguntó cómo se reconocerían si ni siquiera sabía el nombre de la mujer que lo había citado. Comenzó a caminar, pero a los pocos metros se detuvo. Una camioneta se estacionó en la esquina, pisando la senda peatonal; tenía la escarapela pintada en la puerta, y en letras blancas decía Ejército Argentino. Por instinto, Pereyra comenzó a alejarse de ahí, dobló en la esquina, se camufló con el resto de la gente, la mayoría oficinistas que salían a almorzar. Dio un rodeo, y cuando llegó al bar, antes de entrar, parado en la puerta, sintió que alguien le tocaba el hombro. Pereyra dudó unos segundos antes de darse vuelta para ver quién era. No le gustaba nada esa clase de sorpresas. Para salir corriendo ya era tarde, y además tenía al menos treinta kilos de más en el cuerpo que le negaban esa posibilidad.
–Espero que usted no sea Pereyra…, escuchó que decían.
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Editado: 29.05.2024