Varias horas después, Pereyra imaginaba a Rosita desnuda sentada sobre los papeles de su escritorio, las piernas abiertas y entre las piernas una nueva botella de whisky. Abrió los ojos, se había quedado dormido en el auto. Ahora que volvía a tomar, y que hacía el esfuerzo por creer en sus propias deducciones, se sentía mejor. Dejó la botella a un lado y arrancó; por la comisura de los labios, un brillante hilo dorado se estiraba hasta alcanzar el cuello de la camisa. Una puntada de dolor se clavó en la planta del pie herido y le trepó por la pierna; resultaba muy difícil poder manejar así, al presionar el embrague sentía que la gruesa piel de entre sus dedos volvía a abrirse para dejar escapar una nueva gota de sangre. Se detuvo en un semáforo, y, al ver el reflejo azul de las luces de un patrullero, que por un momento salpicaron el interior del Rambler, apagó otra vez el motor, subió el vidrio y se hundió en el asiento; guardó el arma en la guantera y escondió la botella en el piso. Cuando el semáforo se puso en verde, el patrullero se alejó. Antes de arrancar, Pereyra se preguntó cuántas porciones de pizza serían necesarias para que el cuerpo generase una gota de sangre. Quiso volver a tomar, pero sabía que si no dejaba algo de alcohol para curar la herida el pie podría infectarse y entonces no tendría más remedio que ir a un hospital.
Minutos después llegó al garaje donde guardaba su auto, y esperó que el sereno corriese el portón. Todos los pequeños sorbos de alcohol que había tomado durante el trayecto lo ayudaron a recuperar las fuerzas que se habían ido con cada gota de sangre perdida, así que ahora, además de ver todo algo borroso y de notar que los sonidos llegaban a él con cierto retraso, se sentía flotar en una especie de sopor que ningún whisky le había producido. Dejó caer el cuerpo sobre el respaldo y una nube roja envolvió su cabeza. De pronto alguien golpeó en el vidrio de la ventanilla, una voz le preguntaba algo. El sereno volvió a golpear con los nudillos el vidrio de su ventanilla. ¿Cuándo había apoyado la cabeza sobre el volante? Tristemente comprendió que se quedaba dormido a cada rato; una ola de bilis le produjo una arcada que le deformó por un instante el rostro, y al abrir los ojos, la luz de tubo de la entrada del garaje lo mostró dentro de la cabina de su auto como un fantasma gordo y mal vestido, y herido en un pie. Pereyra se preguntó quién era el muchacho que ahora lo miraba con cierto temor. Bajó la ventanilla, le llevó unos cuántos segundos hacerlo, y el muchacho dio un paso hacia atrás.
-¿Qué pasa? preguntó Pereyra de mala manera.
-Disculpe que lo moleste. Soy el nuevo sereno, contestó el muchacho
Pereyra lo miró fijo.
-El garaje cambió de dueño, señor, dijo el muchacho. No debía tener más de veinte años, veinticinco a lo sumo.
-El dueño es mi amigo, mintió Pereyra. Puso primera y esperó en vano que le abriese el portón. Pero el muchacho no se movió de donde estaba.
-Me indicaron que de ahora en más debe abonar el alquiler de la cochera.
-¿Pagar qué cosa?, preguntó Pereyra con mala voz.
-Lo meses que adeuda, señor.
-Ya le dije que el dueño es mi amigo. Me conoce. Es un hombre alto. De rulos. Yo trabajé para él, volvió a mentir.
De pronto sintió que una bocanada de aire fresco entraba por la ventanilla, y aunque seguía mareado, pudo darse cuenta de que el muchacho comenzaba a ponerse nervioso. Alzó la vista para verle la cara, y estiró el brazo que abrió la guantera.
-Este garaje es una mierda, dijo Pereyra para ganar tiempo. ¿Sabías que este garaje es una mierda y el dueño también?
-Voy a tener que pedirle que se vaya, dijo el muchacho.
Pereyra sintió la madera del mango de su Colt en la yema de los dedos, pero al mismo tiempo descubrió que la mano del muchacho terminaba en un largo palo, de esos que se usan para medir la presión de aire en las cubiertas de los camiones. De todas formas, tuvo una idea, la recaudación que debía haber en la caja, si ya no podía guardar su auto allí, al menos se llevaría un recuerdo. Entonces supo que lo que estaba por hacer debía hacerlo rápido. Sin que el muchacho se diera cuenta, o al menos eso le pareció a Pereyra, metió el arma en la cintura, trató de fijar la vista en el velocímetro de su Rambler pero sólo veía círculos llenos de números incomprensibles, abrió la puerta del auto y bajó. Pero al dar un paso sobre la vereda el arma cayó al suelo. Pereyra quiso tomarla en el aire, y lo único que logró fue tropezar y caerse él también. De rodillas, buscó el bulto en el piso, hasta que el palazo en la nuca terminó por dormirlo, ahí nomás, sobre la entrada de aquel garaje de porquería.
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Editado: 29.05.2024