Cuando abrió la puerta de la habitación, vio que a unos metros había un mostrador donde otra empleada del hospital tenía la mirada puesta en unos papeles que sostenía en el aire. Pereyra salió al pasillo, caminó sin hacer ruido hasta el hueco de las escaleras, pero cuando se dio vuelta encontró que esa mujer lo miraba. Se detuvo, pero la mujer volvió a sus papeles, y Pereyra comenzó a bajar hasta el hall central del hospital. Ahí no tuvo problemas, nadie le prestó atención, algunas personas entraban y otras salían, cada uno en sus asuntos, ajenas a este tipo rotoso que les pasaba por al lado. Pereyra caminó rengueando, simulando que el dolor que sentía era algo a lo que ya estaba acostumbrado, y ganó la calle.
Entonces se preguntó dónde había quedado su Rambler. Y lo primero que le vino a la cabeza fue la dirección del garaje donde lo habían fajado.
Comenzó a caminar rumbo a su oficina, metió la mano en el bolsillo y encontró que le habían dejado un frasquito lleno de pastillas. No sabía qué eran; se tomó tres, de un saque. Y en cuanto se alejó unos metros de la puerta de aquel hospital, la lluvia ya lo había empapado por completo.
Fue una suerte encontrar las llaves de su casa, las tenía en la mano no sabía desde cuándo. Abrió la puerta de su edificio y entró. Caminó por el recibidor y llamó al elevador. Chorreaba agua, mojaba el suelo, y mientras esperaba deseó poder comenzar todo otra vez, desde aquel primer día que su mujer lo había abandonado. No lo deseó del modo en que uno pretende tener mejor suerte en la vida sin que en el fondo las cosas cambien demasiado, sino con el anhelo de dejar de ser ese hombre que ahora veía en el reflejo del espejo del elevador, eso en lo que se había convertido tan lentamente durante los últimos diez años que ni cuenta se había dado; si miraba para atrás, y buscaba en su memoria, encontraba que nada de lo que recordaba merecía ser recordado; y sin embargo ahí estaba, mal herido y solo, sin un centavo, y más allá del alcoholismo en el que se deslizaba día a día, y el sobrepeso que se hacía sentir a cada paso que daba, podía decirse que todavía gozaba de una salud poco envidiable, era verdad, pero suficiente como para mantenerse con vida. Bajó del elevador, y se detuvo frente a la puerta de su oficina. Cuando entró al living no encendió la luz, encontró los cajones del armario tirados en el piso, papeles desparramados –en su mayoría hojas de diarios viejos que Susana guardaba vaya a saber para qué— la silla tumbada sobre la alfombra y el teléfono descolgado. Pereyra pensó en sacar su Colt y correr hacia el pasillo, pero hasta de huir se había cansado. Parado bajo el marco de la puerta, inmóvil, la mano todavía sobre la llave de luz, notó que la puerta de su despacho estaba entreabierta. Cuando miró mejor, encontró en un rincón del living la cartera de Susana tirada en el suelo. Ella volvió, pensó Pereyra, a pesar de que suponía que aquella tarde en que Susana había dado el portazo había sido a modo de renuncia irrevocable. Si estaba su cartera, supo que ella debía estar todavía allí: en el baño, detrás de las cortinas, temblando de miedo, o escondida en su despacho, pensó Pereyra, debajo del escritorio, escondida para que no la obliguen a confesar ¿Quién es Angel Pereyra? ¿Para quién trabaja? ¿Dónde están las carpetas, las fotos, los informes? Aunque quien había hecho semejante despelote también podría haber sido un simple ladrón, o el administrador del edificio, cansado de perseguirlo para que pagara las expensas. Pereyra sabía que no, esto tenía que ver con el sujeto de la foto. Alguien podría haber fingido ser un cliente para que Susana abriese la puerta, lo hiciera pasar y le acercase una silla, hasta que al darse vuelta ella ofreciera la oportunidad de ser atrapada, de taparle la boca y golpearla en la cabeza, de buscar en los cajones los informes que nunca fueron escritos –fotos que nadie llegó a tomar— y enfurecido por la frustración de no encontrar nada el asaltante habría sacado un arma con la que le habría apuntado al cuerpo y tirado del cargador hacia atrás para amenazarla de muerte; el caño de la pistola le habría lastimado los dientes, para un segundo después apagar los gritos y esparcir restos de hueso y pelo quemado por el aire; una bala –una única bala— habría entrado por la boca y salido por la nuca para estrellarse todavía con fuerza contra la pared de su despacho. Pereyra podía ver la secuencia como si se proyectara delante de sus ojos, casi que podía sentir un fuerte olor a pólvora y a sangre por todos lados –había miles de puntos rojos esparcidos en la mugre de su oficina—. Las cortinas se habrían inflado con la brisa, igual que las velas blancas de un velero, y Susana habría caído al suelo casi en cámara lenta, como la noche que entraba sin prisa por las ventanas; sus manos atadas por la espalda no habrían protegido al cuerpo de la caída, la cabeza habría golpeado contra una pata del escritorio, y en sus ojos abiertos quedaría para siempre aquella expresión de súplica, el deseo de salvarse. Pereyra la llamó en voz alta, con la esperanza de que alguien respondiera desde su despacho. Dijo: Susana, soy yo. Esperó unos segundos, pero no hubo respuesta. Por un momento pensó en la posibilidad de que el sujeto de la foto estuviera escondido en su departamento. Dio algunos pasos hacia al pasillo, y se detuvo. Estaba a punto de huir, pero a cambio empuñó su Colt y se dirigió hacia su despacho; empujó la puerta con la punta del pie vendado, y entró. Cerró los ojos por la impresión de no haberse equivocado. Susana estaba tirada sobre la alfombra, la cabeza apoyada sobre una pata del escritorio, las piernas abiertas, su boca también abierta, como si no terminara nunca de pedir auxilio. No había manchas de sangre en las paredes, ni en la alfombra; junto a su mano, un envase con restos de arroz con pollo a medio comer. Y alrededor de su cuello, el cable enrulado del teléfono con el que había sido estrangulada.
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Editado: 29.05.2024