Pereyra levantó la cabeza, abrió la boca, cerró los ojos y esperó a que cayeran las últimas gotas de whisky que quedaban. Pero cuando se dispuso a guardar el arma, vio como las piernas muertas de Susana comenzaban a estirarse; la piel tomaba una textura extraña, escamosa, se enroscaban entre las dos y se volvían a desenroscar. Y cada vez se hacían más largas, y más gruesas, se arrastraban por el suelo, sacudiendo con estos movimientos el resto del cuerpo, que ahora parecía como vivo, el torso y los brazos y la cabeza, el pelo ondulado y enloquecido, los ojos encendidos, rojos, de Susana. Pereyra dio un salto, retrocedió todo lo que pudo, su espalda dio contra la ventana abierta, y estuvo a punto de caer ocho pisos al vacío. Esas piernas se acercaban, zigzagueantes, lo buscaban en la penumbra del living, olían su cuerpo, cuando los zapatos ya no eran zapatos, se habían transformado en cabezas de serpiente. Pereyra apuntó su Colt, las piernas serpiente lo rodeaban, se alzaron en el aire listas para atacar. Entonces apretó el gatillo, Pereyra, no sabe cuántas veces disparó, pero los tiros dieron en Susana, en sus piernas, en el torso, uno final en la frente. Había cerrado los ojos, sin darse cuenta, tal vez por el estruendo de los tiros, y al abrirlos encontró el cuerpo estrangulado de Susana, ahora con un montón de agujeros por donde escurría sangre.
Bajó a los saltos por las escaleras, salió al aire caliente de la noche, donde sus pulmones se llenaron con el humo de los autos y el gasoil mal quemado de los autobuses que todavía pasaban a esa hora por la avenida. De pronto le pareció que los focos de mercurio de la calle se apagaban, todos a la vez. Ahora veía todo como a través de un vidrio oscuro, apenas pudo distinguir algunos autos congelados sobre el asfalto, y un segundo después los tenía encima; sin darse cuenta había dado varios pasos hacia adelante, o alguien lo había empujado a la calle, y de pronto se encontró en el piso, las manos apoyadas en el suelo, y con un gusto amargo en la boca. Nadie lo ayudaba, hasta que alguien lo recostó suavemente sobre la calle, boca arriba. No le quedaba un hueso sano, le pareció. En un momento Pereyra se preguntó de donde había salido tanta gente, y esa misma gente comenzó a rodearlo. Los faros encendidos en la trompa de un auto lo encandilaban. De pronto llegaron hasta él los gritos de auxilio: rápido, por favor. Una ambulancia. Pereyra no había escuchado la frenada, ni siquiera había sentido el golpe en el cuerpo. Pero no lograba moverse, y una gota espesa le caía por la cara.
Primero apoyó las manos en el piso para incorporarse, y entre la gente que lo miraba dio un paso y luego otro y se alejó de allí.
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Editado: 29.05.2024