Me duele muchísimo la cabeza.
Abro los ojos y me llevo las manos a las sienes, tratando de calmar el dolor, totalmente desubicado. ¿Dónde estoy?
Tardo unos segundos en reconocer el piso de estudiantes en el que llevo viviendo ya tres años. Tratando de evitar el aluvión de pensamientos que me abruma, me levanto de la cama y salgo al salón. De todas formas, sé que no podré ordenar mis pensamientos recién levantado; nunca he sido capaz de hacerlo.
Una vez en el salón, me sorprende ver que no hay nadie. Es raro siendo sábado por la mañana, pero no hay nada en la mesa donde comemos, ni tampoco en la mesita baja de delante del sofá, así que todo apunta a que estoy solo.
De repente, escucho un ruido proveniente de la cocina y al cabo de unos segundos, un chico de metro noventa con el pelo alborotado sale de ella. Con una cerveza entre las manos.
—Curiosa forma de desayunar —le digo, y le dedico una sonrisa.
David me devuelve la sonrisa y se sienta en el sofá.
—Luego iré al gimnasio para compensar la cerveza —contesta David—. ¿Te querrás venir o ya hiciste suficiente cardio el sábado pasado?
David suelta una carcajada, pero al ver mi cara y cómo frunzo el ceño, su risa se queda en tan solo una sonrisa leve. Al cabo de unos segundos, levanta las cejas, como si hubiera llegado a una conclusión sobre algo.
—No me digas que te has olvidado.
Me pitan los oídos y empiezo a ponerme de mal humor.
—¿De qué estás hablando? —pregunto, gesticulando con casi todo el cuerpo y moviendo la cabeza.
Me hace una señal de que me acerque al sofá y me siento lo más lejos que puedo. No me gusta compartir mi espacio personal con nadie cuando he dormido poco. Me estresa.
—Me ha llamado Laura, tío —me dice David—. Laura, ¿recuerdas? Nuestra amiga de hace tres años. La misma con la que te acostaste el sábado pasado —Noto como David me juzga con la mirada—. Pregunta por tí.
Mierda. Me había olvidado de Laura.
No me acosté con ella, eso es una gilipollez, y voy a tener unas palabras con quien quiera que se lo haya inventado. Ni siquiera nos besamos. Pero ella lo intentó. ¿Por qué tuve que asistir a esa estúpida fiesta?
Sé que lleva enamorada de mí como mínimo durante meses, según dicen, durante años. Ir a la fiesta fue darle la oportunidad perfecta para que se lanzara.
Joder. Lo había olvidado con todo el estrés de la reunión con la editorial. Le dije que no pasaba nada, que podíamos seguir siendo amigos, pero tenemos una conversación pendiente. Al fin y al cabo, es una amiga importante. De las pocas que tengo. No es justo dejarla así. No es justo no darle explicaciones. Aunque sabe lo que pasa perfectamente.
Por un segundo, agradezco que Judith no esté por aquí. Debe de haber ido a buscar su cuerpo en el hospital, y menos mal que lo ha hecho. Necesito tiempo para procesar esto sin ella. Sé lo que me va a decir, la conozco bien.
Cuando vuelvo en mí, David me está mirando con una mano en la barbilla y las cejas levantadas.
—¿Has terminado? —me pregunta.
Desde luego, si alguien conoce mis monólogos mentales y mis luchas internas es él.
—No me acosté con ella. Se me declaró y la rechacé —le digo—. Y sí. Lo había olvidado —añado a regañadientes.
David suspira y le pega un trago largo a la cerveza.
—Eres un imbécil —concluye.
Duras palabras, pero lo puedo entender, ya que no sabe lo de Judith. Quiero decir, sí lo sabe, lo sabe todo el mundo que me conoce lo suficiente. Lo que no sabe es que la estoy viendo en sueños y alucinaciones. Y sinceramente, creo que es mejor que siga sin saberlo por ahora. De verdad, no quiero ir a un centro psiquiátrico, ya tengo suficientes problemas.
—Sé que debería haber contestado a sus mensajes durante esta semana, ¿vale? Pero...
—No lo decía por eso —me dice David—. ¿La rechazaste? Hay que ser idiota. Esa chica está colada por tí, haría lo que quisieras. Y a tí te gusta.
Es normal que piense así. Lo cierto es que he estado siguiéndole un poco el rollo estas últimas semanas. A veces se me va la cabeza. Es muy duro que Judith siga en coma, y pensar que tal vez no despierte nunca. Me siento mal. Y cuando la escritura me falla, siento que me iría bien poder apoyarme durante un tiempo en alguien que no viva conectado a un respirador artificial.
He tenido esos pensamientos varias veces, y poco después de tenerlos se me pasa la tontería. Nunca haría nada con nadie que no sea Judith, lo sé bien. Y por eso he sido un hijo de puta. No debería haberle dado esperanzas a nadie por sentirme solo. Y menos a Laura. Es una buena chica.
David frunce el ceño y me ofrece la cerveza.
—A tí te pasa algo —me dice—. Bebe un trago, te ayudará.
No tengo la más mínima duda de que no me ayudará, así que me limito a apretar los labios. Mis pensamientos van tan rápido que ni yo mismo soy capaz de seguirles el ritmo.
David suspira y esta vez, decide interrumpir mi monólogo interno.
—¿Por qué no te acostaste con ella? —pregunta David, y me mira como si supiera la respuesta.