Han pasado ya muchos años desde que decidí usar mi sonrisa como arma.
Al final, ser feliz es la mejor forma de demostrarle al mundo que no puede contigo, y creer es el mayor acto de rebeldía. ¿Qué hay más inspirador que ser capaz de sentir que todo irá bien?
Yo lo sé. Es más inspirador poder compartir ese sentimiento. Y por eso la sonrisa es la mejor arma posible, ya que se contagia tan rápido como se corre un rumor en un pueblo.
Qué importante es ser positiva. Y qué fácil es olvidarlo cuando llevas en coma cinco años y vagas por el mundo sin que nadie te vea.
Aun así, aquí, con mi cuerpo delante, respirando a duras penas gracias a un respirador artificial, tengo la certeza de que quiero volver a creer y a ayudar a los demás. Quiero compensar lo mucho que deben de haber sufrido por mí. Estoy segura de que mis padres lo habrán pasado muy mal, especialmente mi madre, y sin duda alguna...
—¿No ha venido hoy? —escucho que dice la voz de una enfermera.
—No —le contesta otra voz—. Es la primera vez que falla en lo que va de año.
Shay debe de haber sufrido muchísimo. Al pensar en él, no puedo evitar recordar que lo primero que hice al verle fue echarme a llorar y ponerle aún más carga encima.
Niego con la cabeza. No puedo dejar que vuelva a ocurrir. He de encontrar la forma de ayudarle. Cuando despierte será más fácil, porque sé que lo que necesita es un abrazo, y yo también lo necesito. Pero he de poder hacer algo mientras estoy en esta forma.
¿Y si no despierto nunca?
Aparto ese pensamiento ridículo y dejo la mente en blanco. Entonces, vuelvo a reparar en las enfermeras.
—Yo espero que no lo hagan —escucho que dice una—. Me daría mucha lástima.
—Y a mí. Bueno, voy a limpiar un poco la sala cuatro.
Se escuchan pasos en dirección hacia mí y me recorre un escalofrío, pese a que sé que no pueden verme. Siento que estoy incumpliendo las normas. Al fin y al cabo, no son horas para que una simple chica esté en el hospital; el sol se ha ido hace rato. Sin darme cuenta, me he pasado todo el día aquí.
La enfermera entra a la sala, cierra detrás suyo y echa un vistazo a la habitación. Después, se pone a revisar un par de máquinas conectadas a mi cuerpo que no entiendo del todo.
Por supuesto, no soy una simple chica, y la enfermera no me dice nada. Mientras la observo ir de un lado a otro, vuelvo a fijarme en la habitación. Quitando el constante pitido del monitor de signos vitales, es un sitio más acogedor de lo que me habría esperado.
La habitación es pequeña, lo cual facilita ver, pese a solo estar iluminada por la luz tenue de la luna que se cuela a través de las cortinas entreabiertas. A un lado de la cama, sobre una pequeña mesa de noche, hay un jarrón de cristal con un ramillete de flores frescas. Margaritas y lirios mezclados con algunas rosas amarillas y, para rematar, un par de amapolas rojas, del color de mi pelo. Mis flores favoritas. Al lado del jarrón hay un libro enorme cuya portada no puedo ver, ya que está boca abajo. No tener cuerpo es molesto para más cosas del día a día de las que me había imaginado.
En la pared opuesta, una ventana deja entrever la ciudad de Barcelona en la distancia, sus luces parpadeantes como estrellas en el horizonte. Me quedo absorbida por las vistas y, para cuando me doy cuenta, la enfermera ya no está en la habitación. Entonces escucho una voz.
—Sí, perdón por las horas.
Una voz conocida. ¡Es Shay! ¿Ha venido a buscarme?
—No pasa nada —dice la enfermera—. Eres un buen chico, ¿sabes? Preocupándote tanto por tu amiga.
Al escuchar esa última palabra, una pregunta aparece en mi cabeza. ¿Qué somos?
No, no que qué soy, ya he desistido con esa pregunta. ¿Qué somos él y yo? Han pasado ya años. He asumido que todo sigue como antes, pero quizá ha dejado de quererme. Quizá ha encontrado a alguien más.
Se me para el corazón, y en mitad de ello, Shay abre la puerta, entra a la habitación y vuelve a cerrar. Sus ojos van a mi cuerpo, que descansa en el centro de la sala, y luego se clavan directamente en mis ojos.
—¿Planeas quedarte a vivir aquí o qué? —me dice, sonriendo.
—Creo que tengo un par de ideas mejores, gracias —contesto, devolviéndole la sonrisa.
—Pero en esta sala hay una chica muy guapa, ¿te habías fijado? —me pregunta, y se sienta en una silla al borde de la cama donde está mi cuerpo.
—Ah, ¿sí? —pregunto, siguiéndole el juego—. A mí me han dicho que suele venir un chico que debería intentar ser más original con sus cumplidos.
—Ya, ya. Los rumores dicen que no ha tenido con quién practicar, el pobre. No seas tan exigente con él.
Me acerco y me siento al borde de la cama, mirándole.
—Yo creo que puede intentarlo.
Shay suspira y niega con la cabeza.
—No se me da bien, Judith.
Le pasa algo. No sé cómo lo sé, pero lo sé.
—¿Qué te pasa? —le pregunto—. ¿Un mal día?
La puerta de la sala se abre, y otra enfermera entra a revisar un par de cosas de la habitación. Shay cierra los ojos y junta las manos en una especie de rezo, mirando hacia mi cuerpo.