Cumplí tres años y mi familia no tuvo mejor idea que mudarnos a una ciudad en la que literalmente no vive nadie. Bueno, al menos no vive gente importante, como en mi ciudad natal. No recuerdo nada de la mudanza más allá de que me hartaba tener que estar tanto tiempo sentada, viendo a hombres que no conocía llevando mis cosas y las de mis padres escaleras arriba, abajo, en pocas palabras, reconstruyendo mi nuevo hogar.
Papá siempre me dijo que nunca demostré cariño alguno por ninguna parte del lugar hasta que bajé las escaleras. Mi habitación iba a estar en la segunda planta, pero no quise ir ahí. Había un pequeño cuarto abajo, justo del lado derecho, del que no quería salir. Dicen que jugaba todo el día allí, que incluso cerraba la puerta para que nadie entrara. A nadie de mi familia le gustaba ese lugar. Todos dicen que sentían un ambiente demasiado tenso, que les invadían los nervios o un mal presentimiento.
Pero yo nunca sentí nada de eso.
Mi otro padre siempre bromea con que me gusta estar allí porque nadie más puede llegar, por diferentes razones. De todas formas, no creo que tenga razón, aunque tampoco tengo una respuesta para la pregunta de porqué prefiero ese lugar de toda la inmensa casa que mis padres, gracias a todo el trabajo que realizan, pudieron comprar.
La cosa es que ya pasaron trece años desde que nos mudamos a este lugar de mierda. Es literalmente el culo del mundo, pero de alguna forma me acostumbré a vivir aquí. Mi nombre es Billie, tengo dieciséis y suelo sacar notas promedio desde que empecé las clases. No es normal que escriba, pero estos días me he estado sintiendo bastante aburrida, así que aquí me ves, en un aburrido blog de Internet que nadie va a leer porque está en privado. Quizás algún día, cuando mueran, encuentren esto en mi computadora. Y quizás ese día se den cuenta de lo mala escritora que soy.
No hay nada interesante en mi vida que pueda contar, pero espero que este año ocurra algo que valga la pena. No sé. Tengo más de un cuarto de vida y todavía no hay nada que crea que sea lo suficientemente interesante como para recordar cuando sea una vieja anciana que apenas puede caminar. Ni siquiera podría contárselo a mis nietos porque, en primer lugar, no pienso tener hijos y, en segundo, lo más probable es que odie a mis nietos.
A ver, no tengo claro quién leerá esto, pero, quien seas persona del futuro, por si no te has dado cuenta ya, tengo dos padres. Matthew y Lawrence se enamoraron cuando tenían mi edad y se casaron con tan solo veinte años. Ninguna de sus familias los aprobó nunca, así que dejaron el país en el que vivían y se fueron a vivir a Gunnhild, en donde adoptaron a tres niños: Norman, de actualmente once años, el menor; Sarah Lynn de quince; y yo, Billie, de dieciséis.
Norman y Sarah Lynn se conocían antes de que nos adopten a los tres y pasemos a ser casi hermanos. En realidad, no tuvieron oportunidad de conocerse entre ellos antes de este insignificante hecho que cambió nuestras vidas porque eran muy pequeños, pero sé que cada uno de ellos tuvo sus desastres a lo largo de sus vidas. Sarah Lynn perdió a sus padres en un accidente de tráfico cuando tenía seis, y lo recuerda a la perfección. Por otro lado, Norman sufría de constantes abusos, así que el Estado o alguien casi tan importante como él se encargó de sacarlo de ese ambiente y dejarlo en adopción.
Así que, si quieres verlo de alguna forma, Matthew y Lawrence los salvaron de una vida triste. Les dieron a Norman y Sarah Lynn ese sentimiento extraño de que alguien te quiere. Es una seguridad que de alguna manera te hace sobrevivir, mantiene tus pies en la tierra y te permite respirar. No mentiré diciendo que es bastante triste que necesites de otras personas para que tu vida no sea una completa desgracia, pero es lo que es.
Por mi lado, Matthew y Lawrence no hicieron mucho.
Mi madre me abandonó cuando nací, y mi padre se hizo cargo de mí hasta que cumplí mis dos años. Entonces pensó que ya no podía hacerse cargo de una niña, que era demasiado para él, y me dejó en ese orfanato de mierda con la promesa de que volvería a por mí.
Te preguntarás cómo es posible que una persona tan pequeña como lo era yo en ese entonces recuerde una promesa como esa.
Bueno, mi padre escribió una carta que escondió en mi ropa el día que me dejó. Me dijo que la guarde y que nadie la vea, y que debía aprender a leer en lugar de pedirle a alguien que lo haga por mí. Era una niña, pero no era tonta. Claro que entendí a qué se refería, así que nunca dejé que nadie tocara esa carta. Fue sagrada para mí desde el primer momento. Y juro que me esforcé. Pedí y rogué que alguien me enseñara a leer, y como pude descifré el mensaje que él, la primera persona que me amó de verdad me había dejado antes de abandonarme a mí.
Así es como sé de su promesa. Lo decía en su carta, un papel que ahora está arrugado, amarillento y escondido debajo de mi almohada.
Una parte de mí sigue esperando que lo cumpla. Que vuelva por mí.
Sé que ahora es mucho más complicado teniendo en cuenta que ni siquiera sigo en Gunnhild, pero la esperanza sigue, por alguna extraña razón, viva dentro de mí.
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Editado: 10.12.2019