“Y entonces supe que tu amor nunca fue mío,
mía fue la ilusión.”
Axel.
El departamento estaba igual o peor que como lo dejé, me encargué de pasar los próximos días limpiando un poco y tratando de no volverme loco.
No había pisado una habitación en específico desde que llegué, pero ahora estaba delante de esa puerta con la llave en las manos. Era como el jodido secreto del Vaticano, solo que este secreto era mío.
Tomé una larga respiración antes de abrirla, me recibieron cuadros vacíos, sin terminar y otros completos. El suelo tenía una larga lona que se encargaba de recibir la pintura que terminaba cayendo, otras cubrían otros cuadros. Di pasos lentos, el silencio a mi alrededor me gustaba solo cuando mi concentración estaba ocupada.
Ahora podía notar lo aterrador que eran todos estos cuadros cubiertos por este silencio tan denso, suspiro. Mis pies terminan en el cuadro cubierto y colgado, quité la cortina dejando a la vista la silueta desnuda de la cual no tuve que tener alguna musa.
Recordaba cada jodido centímetro de la dueña. Mis ojos recorriendo su espalda, cada línea y trazo que tuve el valor de trazar, cada punto en un lugar en concreto. Paso mis manos por la curva que forma su cintura, un teléfono sonando me impide seguir alucinando con ella.
Lo tomo en manos, el nombre de Audrey se alumbra en la pantalla. Respondo luego de prepararme mentalmente para más problemas.
—Axel —murmuro, volviendo a cubrir todo.
Sé que eres tú, niño tonto, ¿estás en casa?
Fruncí el ceño, miro a mi alrededor para luego hacer una mueca con mis labios.
—Eso creo —respondo—, ¿por qué?
Porque estoy afuera, ábreme.
Cerró la llamada, duré más de un minuto mirando el celular apagado en mi mano, consternado de lo que acababa de decir; fue el timbre de mi puerta que me sacó de mi aturdimiento. Salí corriendo hacia la puerta, al abrirla se encontraba ahí justamente. Un abrigo más grande que ella, una maleta pequeña y… un perro.
—¿Qué…?
—¡Feliz navidad! —recibí el abrazo—, no puedo creer que quieras quedarte aquí.
Solté un bufido apretándola más, faltaban cinco días para navidad. Michelle, su esposo e hija se encontraban en Francia disfrutando la vida. No he sabido de su hermano para nada, y la verdad es que he salido poco estos días.
La navidad no me gustaba, no cuando no puedo pasarla con mis abuelos cantando canciones navideñas y viendo películas de la misma temática. Estaba a punto de decirle que volvería a Estados Unidos pasado mañana, solo que el hocico de cierto animal en mi pie me interrumpió.
Me agacho, encontrándome con la mirada azul fuego de un Husky. Un pelaje blanco y lo que creo es gris me recibe, ladea la cabeza observándome para luego acercar su hocico nuevamente a mi rostro.
—Un perro —murmuro.
—¡Sí! ¿No creerás pasar la navidad solo, o si? — rodé los ojos.
Audrey se acomoda en los sillones dejando el abrigo en el espaldar de este, el perro corre hacia algún lugar por los pasillos. Exhalo, solo esperaba que no hiciera algún desastre.
—¿Y por eso vienes con un perro a otro estado? —rueda los ojos.
—Es un regalo, solo dices gracias y ya —bufa.
Relamo los labios llevando mi cabello hacia atrás, ¿qué se supone que haga con un perro?
—¿Pasa algo? Estás muy callado —alzo los hombros, sentándome a su lado.
—Volveré a Estados Unidos —expongo sin más—. Pasado mañana.
—Oh.
Tiro mi espalda hacia atrás, luego de unos segundos el perro llega a nosotros, se tira encima de mí casi sacándome el aire. Joder, no sabía que pesara tanto. Y con justa razón, mirando el tamaño que tiene.
—Sí, me dí cuenta que ya no hay nada aquí para mí. Volveré y ya está —alzo los hombros.
Acaricio las orejas del perro que no deja de restregar su hocico en mi cara o cuello, permanecemos en silencio por unos largos minutos. La escucho suspirar.
—¿Qué pasó? ¿Quieres hablarlo?
Sonreí.
—Estoy bien.
Nunca había tenido a alguien para contarle mis cosas, así que el hecho de que me pregunte me deja en una encrucijada. No sabía cómo reaccionar, solamente me tenía a mí cuando a mis mierdas se trata.
Y a Margot, a pesar de que ella no entendía lo que le digo.
No sabía que podía extrañar tanto a alguien aún esa persona estando viva. Era un dolor diferente. Todos hablan del dolor que es extrañar a alguien que ya murió, pero, ¿qué hay de ese dolor de perder a alguien que sigue en el plano terrenal?
Una persona con la que tuviste toda una historia y sin ningún final cerrado porque ni siquiera sabían cómo ponerlo.
Una persona que estuvo ahí toda tu vida y de un momento a otro te olvida.
Inhalé fuertemente.
Era jodido, empero, soy de esas personas que se permiten vivir todo. Y si tenía que pasar la vida entera viviendo del dolor, entonces lo haría, porque sé que nada de lo que haga acabaría con eso.
Pero ahí estás. Tomando la opción más fácil. Alejarte.
Dicen que las opciones más fáciles las toman los cobardes. Bueno, que Dios me castigue por preferir ser cobarde que alguien sin dignidad.
Es suficiente de estar buscando algo donde no hay nada.
—¿Qué hay de esa chica? —alzo una ceja.
—¿Michelle? —sonrío.
La siento asentir. Alzo los hombres.
» Es feliz. Más que nunca.
Eso no lo dudaba. Tenía un esposo capaz de sacrificar su alma con tal de hacerla feliz. Arthur Müller es de esos que entrega todo cuando decide entregarse.
Era perfecto para una loca como Michelle. No tengo dudas.
—¿Y tú? ¿Cuándo será tu turno, niño?
Relamo mis labios sin interés alguno, a pesar del pinchazo que provocó esa pregunta, finjo restarle importancia.