Leo se pasó dos horas peleándose con una Atenea de doce metros de altura. No hacía mucho que Sabrina se había quedado dormida encima de los pies de la estatua rodeada de papeles, libros y calendarios. Como cada noche, Leo la transportaba en brazos a un colchón improvisado que habían bajado al taller cuando a alguno de los dos le apetecía dormir, algo no muy habitual.
Desde que habían subido a bordo la estatua, Leo había estado obsesionado con su funcionamiento. Estaba seguro de que tenía poderes extraordinarios. Tenía que haber un interruptor secreto o un plato de presión o algo así. Aunque Sabrina dijera lo contrario, que era algo totalmente mágico, Leo era fiel a sus creencias.
Sabrina era un tema para tratar aparte. Si quitábamos la guerra, Gaia, la maquinaria y la condenada estatua, los pensamientos de Leo solo iban dirigidos hacia ella y la fascinación que el hijo de Hefesto sentía. Leo pensaba que Sabrina era la única persona del planeta que de verdad lo comprendía. Ya no estaba sólo cuando trabajaba en sus proyectos, por lo menos la tenía a ella a su lado. Aunque no hablaran, sólo trabajaban, el vínculo que compartían era más que suficiente.
Leo la conocía mejor que nadie en el barco. Cuando trabajaban a veces hablaban y se contaban cosas: anécdotas, vivencias, o cosas que no habían contado nunca a nadie. Pero, lo más escalofriante de sus conversaciones era cuando hablaban de sueños. Sobre todo cuando se trataba de los de Sabrina.
No siempre le contaba porqué se había despertado llorando y gritando cada vez. Pero en muchas de las ocasiones sí le revelaba los secretos de sus horrendas pesadillas. Llevaba semanas sin casi dormir. Ella quería hacer creer a todo el barco que era porque quería trabajar, pero en realidad sólo quería evitar encontrarse o con Gaia o con Hécate en cualquiera de sus sueños.
Hécate llevaba apareciendo en sus sueños desde que salieron de Roma. Según lo que le contó a Leo, la mostraba escenas del futuro lo suficientemente dolorosas como para quitarla las ganas de volver a dormir en lo que le quedaba de vida. Aunque también las viera durante el día, prefería no verlas a todas horas.
Esa noche, Leo trabajaba como siempre mientras Sabrina dormía plácidamente a sus pies tapada por una simple manta fina. De vez en cuando, Leo se giraba para asegurarse que seguía ahí, con él, y observaba su rostro angelical descansando. Una de las veces en las que Leo se giró, se dio cuenta de que todo su cuerpo temblaba. De inmediato dejó lo que estaba haciendo y se acercó más a ella. Segundos después empezó a sollozar. Sus lágrimas empezaron a mojar el colchón. Mas lágrimas y sollozos. Cuando Leo decidió que lo mejor era despertarla, empezó con los gritos, pero por primera vez, gritó un nombre.
- ¡Leo! ¡No lo hagas por favor! – dijo llorando con más fuerza - ¡Leo!
Sorprendido la agarró de la mano, y con la que tenía libre le limpió las lágrimas de sus mejillas.
- Estoy aquí Sabrina. – se acercó más a ella – Estoy aquí.
- ¡Leo por favor! ¡Leo! – sus gritos eran desgarradores, y perforaban cada parte del cuerpo de Leo como si fueran alfileres envenenados. – ¡No! No, no, no...
Sus gritos fueron sustituidos por un llanto doloso y lastimero. Leo casi lloró con ella del dolor que transmitía cada poro de su cuerpo. Quería que supiera que no se había ido, que seguía allí con ella. Le apartó los mechones de pelo sudorosos de la frente y le acarició tiernamente intentando relajarla.
Allí, sentado al lado de ella, compartiendo su dolor, supo con certeza lo que sentía por Sabrina. En muy poco tiempo, se había enamorado locamente de ella. De su sonrisa alegre, de su forma de moverse, de cómo cada día intentaba dar lo mejor de ella, de sus bromas, de cómo se acababan las frases, de su risa juguetona... de todo en ella. A su lado el mundo parecía menos horrible de lo que verdaderamente era, que ser la séptima rueda, no era tan malo al fin de al cabo.
- No me dejes... - dijo ella con un susurro quejumbroso.
Sin ninguna meditación de sus actos la besó en la frente y agarró su mano.
- Estoy aquí – susurró. – Siempre.
Entonces abrió los ojos. Lo primero que vieron al despertar, fueron los de Leo, que miraban a los suyos con preocupación. Sólo fueron escasos segundos los que estuvo en silencio antes de volver a llorar, pero esta vez, totalmente despierta. Ella se incorporó torpemente y abrazó al hijo de Hefesto, pasando sus temblorosos brazos alrededor de su cuello.
- Estoy aquí. – volvió a repetir Leo como había estado haciendo antes.
Besó la cabeza de Sabrina, justo en el nacimiento del pelo, hasta que ella dejó de llorar y su cuerpo paró de temblar.
- Ha sido horrible Leo... - murmuró mirándolo a sus ojos café.
- ¿Qué me ocurría en el sueño? – preguntó él al cabo de unos minutos en absoluto silencio.
Sabrina aguantó la respiración unos instantes.
- Nada.
No hacía falta ser demasiado listo para saber que estaba mintiendo. Eso fue justo lo que a Leo le preocupó más, escuchar que le mentía. Por algo quería esconderle aquel sueño. Nunca la preguntaba, simplemente la dejaba su margen y la consolaba como entonces, pero esta vez, tenía que saberlo.